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LOS LUGARES MARCADOS

Playas populares

Amíl no me importa demasiado hacer colas para llegar o salir de la playa, o pasar el domingo cercada de sombrillas y casi saboreando la tortilla del vecino por causa de su proximidad. Será porque estoy habituada. Las playas de mi infancia eran talmente así, bulliciosas y populares; eran las playas de las casetas de madera, de los chiringuitos cutres, de las neveras con gaseosa y bloque de hielo, de las familias numerosas o numerosísimas. Lugares superpoblados, hirvientes de niños y abuelos, donde la vida se tocaba con las manos, donde se compartía la fiambrera y se jugaba con cualquiera a las anillas o al disco volador.

JOSEFA PARRA
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Era, más que un lugar de paso, una casa provisional y común donde todos cabíamos, aunque estuviésemos apretados. Deambulaban por allí el del bombón helado milagrosamente intacto, el de las patatas fritas, con gorra blanca y mandil, el del carrito de los dulces, el que vendía tebeos -¿se acuerdan de eso?- para las horas de la digestión. Lo mismo que ahora el que vende fulares y gafas, o el que ofrece baratijas o relojes Cartier auténticos bajo un sol de justicia.

No todo el mundo ha veraneado en una isla paradisíaca ni ha tenido un yate en el que escaparse a una cala desierta Debe de ser toda una experiencia, no digo que no, pero a mí -será por la costumbre- me sigue pareciendo estupenda la playa compartida. Se aprende mezclándose con los otros, sumergiéndose con ellos en el hecho común, siendo uno más, con la misma toalla de mercadillo, la misma sombrilla de propaganda y las mismas chanclas del todo a un euro. Se escuchan comentarios y frases de antología; se hacen amigos; se pescan confidencias; se aprende a compartir, a ceder y a respetar; se vive, en suma, y se crece. La playa popular es también, a fin de cuentas, una escuela de verano.