¿Reformas ante la crisis?
A nadie se le oculta que las reformas estructurales que resultan necesarias para un país deben acometerse cuando su economía crece y evoluciona positivamente. Pero también es cierto que cuando en una crisis casi se ha tocado fondo, puede resultar aconsejable abordar dichas reformas, y ello por dos razones fundamentales que tienen mucho que ver con su dimensión temporal. La primera, porque se llevan a cabo los cambios imprescindibles para que a medio o largo plazo produzcan sus frutos en términos de desaparición de rigideces y mejoras de la flexibilidad, del equilibrio macroeconómico, de la estabilidad, de la productividad y, por ende, de la competitividad, entre otros efectos. La segunda es de naturaleza más psicológica, porque contribuye, cuando las modificaciones se realizan en el marco de un pacto social, a devolver la confianza mediante el mecanismo de las «expectativas autorrealizables» (self-fullfilling expectations), especialmente valiosas y estimulantes cuando un gobierno, y éste es el caso, posee a corto plazo un escaso margen de maniobra.
Actualizado: GuardarPor todo ello, parece acertada y oportuna la propuesta del Banco de España de reformar el mercado laboral, de moderar el crecimiento de los salarios con el fin de evitar una espiral inflacionista y de proceder de manera urgente a la reforma del sistema de pensiones. Pero esta ambiciosa política estructural ha de hacerse teniendo en cuenta las causas y el origen de la crisis, por una parte, y el comportamiento específico y concreto de la economía española durante estos últimos años, por otra. La subida de los precios del petróleo, el encarecimiento de las materias primas en los mercados internacionales y las fuertes turbulencias provocadas inicialmente por el funcionamiento ineficiente y criticable del sistema financiero estadounidense, ligado a la existencia de un boom inmobiliario y con el resultado del descalabro de las famosas hipotecas subprime, definen sucintamente el origen de las dificultades.
Por lo que se refiere a España, de 2003 a 2007 hemos gozado de una alta tasa de crecimiento del PIB basada en un importante incremento de la demanda interna. A esto hay que añadir una buena evolución del saldo fiscal que en el pasado año se elevaba al 2,23% del PIB, cumpliendo lo establecido en la Ley General de Estabilidad Presupuestaria, así como un progresivo descenso de la deuda pública. Pero la economía española también tiene su cruz, consistente en un notable diferencial de la inflación respecto a la de la eurozona debido, principalmente, al poder de oligopolio del sector de la alimentación, en el mantenimiento de una elevada tasa de paro -que aumentará sensiblemente con la crisis importada y con el estallido de nuestra propia burbuja inmobiliaria-, y en el sistemático y preocupante empeoramiento de la balanza de pagos por cuenta corriente.
Si sobre esta base consideramos las reformas propuestas por el Banco de España, se impone la necesidad de hacer algunas reflexiones y puntualizaciones sobre cada una de ellas. Comenzando con la reforma del mercado laboral, es preciso poner de relieve que, además de profundizar en la flexibilización del mismo, hay que erradicar de una vez modalidades de contratación que resultan con demasiada frecuencia abusivas y vejatorias. Obviamente, y con la creciente inflación y su impacto en la competitividad y en el paro, parece inevitable moderar la tasa de crecimiento de los salarios así como los márgenes de beneficio. Sin embargo, salvo en algunos sectores, durante años los precios han crecido por encima de los salarios perdiéndose capacidad adquisitiva, aunque esta evolución ha empezado a cambiar de signo en la primera parte de 2008. Lo que parece evidente es que la negociación colectiva deberá facilitar la adaptación de los salarios a la productividad, promover la contratación estable e incentivar la movilidad geográfica y entre sectores.
La reforma del sistema de pensiones constituye capítulo aparte, resultando una materia compleja y controvertida. Quizás debamos comenzar diciendo que el problema de la viabilidad a medio y largo plazo se plantea de manera un tanto exagerada y, en ocasiones, carente de rigor. En 2007, el saldo fiscal de la Seguridad Social presentaba un superávit de 13.000 millones de euros, o lo que es lo mismo, el 1,25% del PIB, cifra realmente importante que, por supuesto, hay que administrar de manera adecuada y eficiente. Pero ello no significa que la reforma no sea necesaria y que no debamos iniciarla ya.
Dicha reforma tendría que basarse en tres puntos fundamentales. En primer lugar, y con el objetivo de garantizar el flujo de entradas o ingresos necesarios, habría que fomentar la ampliación o el aumento de la edad de jubilación, como ya están haciendo algunos países europeos. En segundo lugar hay que contar con el apoyo y complemento de las pensiones en el ámbito privado, para lo cual, además de contribuir creando o acentuando una «cultura del ahorro» siempre que la coyuntura lo haga posible, es preciso arbitrar medidas fiscales sobre los fondos correspondientes, reconsiderando la normativa actual. En tercer lugar, y esto es muy importante porque puede crearnos una especie de «ilusión monetaria», el ingente volumen de inmigrantes, aunque a corto plazo suponga una inyección de recursos, resulta neutral a medio y largo plazo, ya que al incorporase plenamente en el sistema, en un tiempo más o menos dilatado terminan convirtiéndose en pasivos, normalizándose así la situación.
Es preciso resaltar, y así lo ha hecho el Banco de España, que para la sostenibilidad del modelo, tanto en lo referido a las pensiones como a las otras reformas, resulta imprescindible contar con la seriedad y el esfuerzo de las administraciones públicas y muy especialmente de las comunidades autónomas, además del conjunto de los agentes sociales. Conviene poner de manifiesto que los cambios citados no son los únicos que necesita la economía española, pues tenemos como asignatura pendiente, entre otras, acometer con decisión la modificación de las estructuras comerciales, cuyas rigideces tienen mucho que ver con los altísimos precios de los productos alimenticios en el escalón final -es decir, el consumidor- y con nuestro diferencial de inflación respecto a los países de la Europa del euro.