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Más acción contra la crisis

Los tiempos han cambiado, y si Rajoy confirma su centrado y su disposición a mantener con el gobierno un debate constructivo, pronto asistiremos a una edificante controversia sobre la envergadura de la crisis entre las dos grandes formaciones políticas. De ahí que Zapatero haya querido adelantarse a los acontecimientos presentando el Informe económico anual del Presidente del Gobierno 2008, copia de un hábito político norteamericano, en el que al fin acepta con realismo que España tiene muy serios problemas, que nuestro país crecerá este año menos del 2%, que tenemos todos que apretarnos el cinturón, que esto va para largo: no habrá síntomas de recuperación, en el mejor de los casos, hasta el segundo semestre del año que viene. En términos políticos, la conducción de una crisis económica por parte de cualquier gobierno ha de basarse sobre dos premisas: de un lado, está la obligación de no generar alarmas innecesarias: si cunde la sensación de temor, de desánimo y aun de pánico, la crisis se agravará por causas psicológicas y caerá aún más la demanda. De otro lado, las decisiones de política económica que se adopten han de tener la doble función de minimizar los daños más cruentos de la crisis sobre la sociedad, de hacer lo posible por reactivar la economía y de reformar el sistema económico de manera que salga modernizado y fortalecido del mal trago. Estamos en un régimen de libre mercado e inserto en el contexto europeo, por lo que las intervenciones del Estado tienen límites muy claros.

ANTONIO PAPELL
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Lo primero -transmitir una sensación real de la crisis y no sembrar alarma- lo está haciendo el Gobierno con suficiente acierto. Lo segundo, de momento, no, porque las medidas anunciadas son timoratas, dudosamente oportunas y claramente escasas. La congelación testimonial de sueldos de altos cargos y la reducción drástica de la oferta de empleo público, el Plan Vive, las mayores facilidades financieras para construir VPO, la privatización de los aeropuertos con la entrada en la gestión de las autonomías o la utilización del ICO como agencia financiera de Estado para subsidiar pymes componen un abanico claramente insuficiente de actuaciones, por más que nuestra economía haya llegado muy saneada al fin del ciclo y el sistema financiero español resista bien la contrariedad.

Keynes ha muerto y ya no se puede apelar al déficit público para estimular la economía. Tampoco estamos en situación tan desesperada como para recortar significativamente el Estado de Bienestar. Pero la situación justifica terapias más agresivas Y un paquete concreto de medidas con plazos y cifras. Algunas de ellas, como la mejora del sistema educativo y un aprovechamiento mejor de las inversiones de I+D no sólo necesitan recursos presupuestarios sino también y sobre todo buenas ideas. Y otras son casi obvias, y por lo menos habría que considerarlas porque, además de necesarias a largo plazo, contribuirían a dinamizar la economía: reducir el Impuesto de Sociedades y, si es posible, también las cotizaciones sociales; liberalizar nuestro todavía demasiado rígido mercado laboral; reformar el sistema de pensiones para, además de asegurar su sostenibilidad, incrementar la liquidez mediante los sistemas complementarios; rebajar la tributación de los beneficios del capital y los tipos marginales del IRPF; revisar nuestro modelo energético, introduciendo al menos el debate sobre la inexorabilidad de recurrir a la energía nuclear para combatir el alza de precios del crudo y la insoportable dependencia energética de nuestro país. Es incuestionable que semejantes medidas deberían permanecer en todo caso dentro del diálogo social. E incluso sería conveniente incluir a la oposición en el consenso. Algo que parece ser posible en esta etapa del Partido Popular, en la que la derecha parece haber optado por mantener una actuación constructiva en lugar de limitarse a desgastar al adversario. La percepción por la sociedad de que los poderes públicos actúan con beligerancia contra la crisis sería, además, un factor psicológico muy potente para que surja la confianza de los empresarios y de los consumidores, este intangible tan relevante en el proceso económico del que depende muy probablemente de forma decisiva la profundidad y la duración de la propia crisis.