'Tifosi'
El pasado martes la embocadura del Callejón del Tinte con Mina estaba llena de jóvenes europeos que seguían por televisión el partido de la Eurocopa entre Italia y Francia. Claramente mandaban los tifosi que, con la bandera italiana pintada en la mejilla, imponían su griterío y consignas en una jerga guiritana aprendida en La Caleta con sorprendente rapidez. La mezcolanza de estudiantes Erasmus y gaditanos trasmitía una beatífica sensación: la de estar, por fin, en el corazón de Europa.
Actualizado:Acompañaba la luz, que a esa hora se coloca en el eje de la Calle Enrique de las Marinas y lanza su último rayo dorado y amable hasta las rejas de la Escuela de Artes. Los paseantes, cegados momentáneamente al doblar la esquina, proyectaban larguísimas sombras sobre los adoquines, creando una atmósfera de paz que, para mí, en ese momento, resumían el espíritu de un continente unido.
Escribo esto a la luz de las sabias y rigurosas palabras de un europeo, el búlgaro Todorov, que hablaba el jueves sobre las señas de identidad de Europa en el Monasterio de Yuste (donde murió Carlos I de España y V de Alemania). Decía el reciente Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales que «la identidad europea se basa en la renuncia a la violencia». Volví entonces a la escena de la Eurocopa de la Plaza de Mina, la celebración del mestizaje entre los pueblos que canalizan las inevitables rencillas en el terreno de juego donde 22 hombres en calzones corren detrás de un balón. Predominaban entre los jóvenes los italianos, franceses y alemanes, nietos probablemente de europeos que se veían como enemigos desde la línea Maginot, bajo la lluvia fría de la noche, iluminados momentáneamente por el resplandor de los cañones. Por ello el fútbol, y en concreto la Eurocopa, son un símbolo de este continente que busca su identidad hilvanando puntos de encuentro que permitan ir superando las viejas fronteras y olvidando rencores. El fútbol es siempre fiesta y por ello es una necedad convertirlo en un terreno de violencia, aunque sea verbal, entre pueblos, sean municipios de la misma provincia o naciones europeas.
Europa se construye lentamente, con retrocesos (jornada de 65 horas o la «Directiva de la vergüenza» contra los inmigrantes) y avances (Tribunal internacional, euro, Fondos de codesarrollo, etc.). Con clamorosas carencias (un espacio social y de seguridad común) y desagradecidos egoísmos (como la negativa a ratificar el Tratado de Lisboa de la ahora rica, gracias a la ayuda de Europa, Irlanda)
Se avanza cuando se reivindica en los libros de texto a los músicos, escritores o políticos que conforman la identidad cultural europea o se premia, como ésta semana, a Todorov o a Simone Veil (convencida europeísta, a pesar de Auschwitz), recalcando como dice el primero que «el pluralismo de los orígenes y la apertura a los otros se convirtieron en la marca de Europa». No sé ustedes, pero yo, viendo crecer a mis hijas, cada vez me siento más europeo, sin, por ello, perder un ápice de otras identidades. Son sinergias que suman, no restan. Lo que traducido resulta que, aunque no tengo edad para pintarme la rojigualda en la mejilla, no me avergonzaré si se me escapa esta noche algún grito cuando Villa toque el cielo con la punta del pie.