EL MAESTRO LIENDRE

La ciudad y el palo

El deporte, con el fútbol en primera fila, tiene la virtud de servir de metáfora universal. Le caben todos los ejemplos y comparaciones. Seguidores y profanos, tendemos a convertir en algo personal cada golpe que regala con exageradas dosis de drama y euforia. Cuando Tassotti le partió la nariz al llorón de Luis Enrique en aquel duelo eterno que hoy resucita, nos rompieron la cara a todos ¿Por qué nunca me dan una alegría? ¿Por qué siempre me tiene que pasar esto a mí? ¿Por qué nunca tengo la suerte de verles ganar?

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Cada vez que pierde nuestro equipo hay un sentimiento inexplicable de tribu. Es cada uno el que cae. Sólo desde esa certeza (que detalló como nadie Vicente Verdú con su autopsia social del fútbol publicada en 1981) puede entenderse el intrascendente pesar de miles de gaditanos, seguidores o no, desde el pasado domingo. Si cuando ganan Gasol o Nadal resulta que vivimos en un país capaz de fabricar jóvenes preparados para competir (en lo que sea) de igual a igual con los mejores del mundo; cuando pierde el equipo de tu aldea resulta que todos somos un poco peores, un poco más torpes y más feos. Si cuando el Cádiz caminaba cada año por el alambre de la permanencia por arte de magia, agarrado a la melena de Mejías, éramos los más cachondos supervivientes, ahora somos los más tontos del planeta. Si cuando ascendimos (pagando y sin querer, respectivamente) era porque todo iba a más, porque levantábamos puentes y enterrábamos fronteras de raíles, ahora resulta que vamos a peor. Es fácil encontrar paralelismos entre una ciudad que adora a su equipo, como a un hijo tonto, y ese club que, por desgracia, a falta de otras referencias, ante la sangrante ausencia de otro tipo de actividades deportivas y culturales, es el único símbolo colectivo de los lugareños.

El idolatrado vestuario del Cádiz tiene, entre otros temporales ocupantes, a un tal Andrés Fleurquin. Le recuerdo tres frases dignas de un marco: «¿Dónde está el dinero de las entradas?»; «Nadie ha muerto por bajar a Segunda B» y «En Cádiz la gente sólo tiene fútbol y carnaval». La primera es una simulación. La segunda, una obviedad. La tercera, manda cojones dicha por alguien que creció en Montevideo. Pero ésta última, con todo, quizás tenga algo de cierta. Por mucho que duela, cuando el fútbol va mal, según su teoría, se nos hunde la mitad del mundo, de tan pequeño y pobre que es. De pronto, recordamos que si el Cádiz fue incapaz de ganar un solo partido de los ocho últimos (sólo eso necesitaba para salvarse, uno), la ciudad ha visto marcharse ocho grandes empresas, con todos sus empleos, en los últimos ocho años. Si ellos fallaron ocho veces, los demás hemos desperdiciado ocho centenares de cruceros, ocho millones de veraneantes, para darnos cuenta de que trabajar bien es la única opción.

Si el rendimiento de los amarillos, el servicio que ofrecieron, ha dado lástima, bastaría compararlo con el que damos miles de ciudadanos en esta ciudad, cada uno en su lugar, llevando nuestra saludable alergia por competir hasta los límites del suicidio colectivo. Nuestros números (ya sean partidos perdidos, empleos fugados, parados permanentes, renta per cápita, índice de absentismo, de fracaso escolar o de goles anotados) siguen siendo los peores. Pero en la grada, como en la calle, creímos que con sonreir, con ser los más ingeniosos, los más rápidos en inventar copla, cántico y chascarrillo nos alcanzaba. En el estadio, como en las plazas, dejamos que las obras se atrasen, se eternicen sin reclamar un servicio acorde a lo que pagamos. En los despachos, deportivos y de los otros, somos incapaces de exigir planificación, rigor y gestión, quizás porque tampoco sabemos ofrecer nada de eso uno a uno, día a día. Con o sin balón de por medio nos dejamos deslumbrar por dirigentes foráneos, al más cateto y quijotesco estilo Mister Marshall.

Nunca tenemos entre los paisanos un aspirante a la presidencia, un posible propietario, un candidato a ningún cargo político criado en la ciudad (da igual donde naciera), alguien que sienta este entorno como propio. Siempre nos dejamos fascinar, en el palco y en el mitin, por los que vienen de lejos. Nunca hay nadie aquí dispuesto a dar el paso por los demás, por los suyos. Nos tenemos que conformar con los que llegan para ocupar un cargo, un puesto que, quizás por mediocres, nunca les dejaron obtener en su lugar de origen, donde hay más competencia, donde juegan en Primera en la política o en el césped. Ellos se llevan los gritos y los insultos, pero también los beneficios, los sueldos, las primas y las plusvalías. Busque a su alrededor, en su entorno laboral, e igual encuentra a un Muñoz, un Baldasano y una Teófila que ocupan el lugar de un gaditano que quiso seguir tranquilo, esperando a ver qué hacían otros.

Justo cuando tenemos cerca la simbólica y aprovechable frontera de los centenarios (del club, de la Constitución), el balón se va al poste, choca con un palo que muchos tiraríamos a cabezazos para sacarnos tanta desesperación ante tanta desidia.Y, de forma inexplicable, todavía, siempre, nos creemos mejores. Ojalá, de una puta vez, aprendamos a cumplir sin atajos, excusas, trampas ni recursos federativos, a ser normales, a considerarnos sólo igual de distintos que todos los demás.