VIGILADA. Imagen de la finca donde fue rescatado Rafael Ávila. La caseta de la izquierda es posiblemente donde fue retenido. / A. M.
Ciudadanos

Una finca a la vista de cualquiera

Un agricultor y los dependientes de una estación de servicio cercana no notaron nada extraño en el chalet donde fue secuestrado el empresario

| Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Cuatro testigos permanecen en el lugar donde Rafael Ávila fue liberado en la madrugada de ayer. Cuatro testigos de excepción que han visto todo lo ocurrido en aquella finca situada a pocos kilómetros de Almonte, en la carretera que lleva a El Rocío y una vez que se han dejado atrás a las jornaleras extranjeras del campo que hacen autostop a la salida del pueblo para que alguien les acerque a su hogar, allá en la costa.

Cuatro testigos que lo podrían saber todo: cómo y cuándo llegó la víctima, cómo le trataron sus captores y cómo fue encadenado en una caseta adosada al chalet principal, sobre una loma bien visible desde la carretera. Cuatro testigos a los que no importaban ni las cámaras de seguridad ni los perros merodeando a la caza de cualquier intruso. Cuatro testigos que nunca podrán declarar en ningún juicio ni ante la Policía que la villa se componía de una vivienda principal de más de 150 metros, un garaje y una caseta de apenas cuatro metros en la parte más alejada de la entrada, con vistas a campos y campos desiertos (que es donde presumiblemente recluyeron a la víctima). Cuatro testigos: tres caballos y un burro.

Sin indiscreciones

Ayer, entre los flashes de los fotógrafos y el ronroneo de las cámaras de vídeo, ésta era la única vida que quedaba en el interior de la villa El Retorno, nombre demasiado sarcástico para el lugar donde fue escondido hasta su liberación el empresario gaditano. Un rincón sin vecinos indiscretos pese a su posición dominante. Tan cerca de una carretera particularmente transitada como es la única que lleva a Matalascañas (la vía pasa por el único acceso posible a la parcela, cuyo camino se adentra apenas 100 metros). Pero tan lejos a la hora de ocultar sospechas o visitas indeseadas.

«Hay que ver, con la barbaridad de gente que pasa por aquí todos los días y los atascos enormes que se montan los fines de semana... y ahí estaba, el pobre hombre». El que habla es un campesino que ara su pequeño huerto justo a los pies de la pequeña ladera sobre la que se erige la casa del secuestro. De hecho, desde su terreno no se puede atisbar la casa, ya que la cubren varios árboles.

Aunque sí que tiene controlada a la población que ha pasado por ella desde que se construyó. «Ha ido cambiando de mano en mano y la verdad es que ahora no tengo muy claro de quién era... del propio Almonte, seguro que no era», añade, más que seguro.

El vecino más cercano que podrían tener los captores ni siquiera se acercaba a la zona todos los días. «La última vez fue hace unos siete u ocho días; y hoy he venido porque me insistió un familiar en que tenía que remover ya un poquito la tierra... nunca vi nada raro porque lo normal era que viniera y se fuera gente y uno se acostumbra».

El chico del ciclomotor

¿Y de quién son los animales? El campesino se encoge de hombros. «Ni idea, quizás alguien les pidió permiso para dejarlos allí, aunque tampoco sé quién los cuida ni nada». Tras lo que se encoge otra vez de hombros.

Al otro lado de la carretera, a unos 300 metros de la finca, los empleados de una gasolinera se han acostumbrado en unas pocas horas a los focos de los periodistas. La estación de servicio es el foco de vida habitado más cercano a la finca. Enrique Carrascal es pelirrojo, mira desde arriba de tanto que tiene encajada la gorra y estaba de servicio desde las siete de la mañana (a la hora del asalto policial el establecimiento estaba cerrado). Es el hombre del día para las cámaras. Como el agricultor, se encoge de hombros cuando se le pregunta por la presencia de vecinos indiscretos. «No hay nada cerca», dice, antes de asentir levemente, enarcar las cejas y dejar claro con aspavientos que por algo los secuestradores debieron escoger aquel sitio.

Ni él ni Javier Oliva, el otro dependiente, conocían a los propietarios del chalet. «Van y vienen», repiten, como si fuera una costumbre almonteña. Sin embargo, sí que han tratado con uno de los habitantes de la casa.

«Es un chaval que venía a comprar agua y algunas cosas cada dos por tres, llenaba el tanque de su ciclomotor y se iba... era una especie de guarda de la casa, supongo», explica Javier. Piensa un momento y apunta: «Precisamente, ayer por la noche lo vi por última vez».

Tranquilidad relativa

Ahora, el ciclomotor permanece aparcado en el porche principal del chalet. Sobre una mesa, también se ven algunas de esas botellas de agua que compraba y varias bolsas de plástico. ¿Es uno de los detenidos? (dos personas fueron arrestadas en el asalto de las fuerzas especiales). Javier lo ignora. «Yo acabo de entrar». ¿Y se ha notado que compraba de más últimamente? «No, se llevaba lo mismo de siempre, cosas como para una persona que supongo que era él mismo».

Tampoco frecuentaron la estación de servicio otros desconocidos en los últimos días. Para esta gasolinera a la salida de Almonte la vida no ha variado hasta el instante en que han aparecido los micrófonos. «Esto es muy tranquilo y aquí nunca ocurre nada», zanja Enrique con media sonrisa. Sí, exactamente la misma que antes: «Por eso lo eligieron».

Mientras tanto, El retorno continúa impasible desde su atalaya, silenciosa y precintada por la Policía. La puerta del garaje está parcialmente abierta (¿entrarían los GEO por allí?), el ciclomotor se recalienta al sol y las bolsas con lo comprado en la gasolinera revolotean al viento. Se oye un cacareo que rompe la calma y una gallina (un quinto testigo) pasea por el porche, entre los restos de un secuestro y su rescate.