Pasitos pa atrás
Nos hacía Yolanda Vallejo hace unos días un repaso por la blogosfera gaditana. O sea, esos diarios de uno mismo y de sus filias y sus fobias que unos cuantos colgamos cada cuando podemos en internet (no en vano José Manuel Benítez Ariza prefiere, a los términos «blogero» o «bitacorero», el más hermoso y literario de «diarista»); un entretenimiento que nos obliga a escribir a los que de otra manera escribiríamos menos, y que nos mantiene en contacto con un puñado de desconocidos que poco a poco se nos van haciendo familiares. Hasta los reventadores de los foros ajenos (eso que el argot llamamos los trolls) acaban por hacerse entrañables de puro ingenuos.
| Actualizado:La Eurocámara, lástima, no leyó el artículo de Yolanda, y ya amaga con crear un registro de blogs y blogueros, con la peregrina excusa de que hay que sacarse carnet para todo. Vade retro, diarista. De controlar a la persona a controlar las ideas de la persona no hay más que un paso. Y de controlar cobrando por lo que no es más que un servicio gratuito, un divertimento, una pasión, no hay más que otro. Esto de estar censados y disponibles a los registros que los grandes trusts de esto de la comunicación requiera me suena, ay, al Acta de Registración Mutante de los tebeos de la Patrulla-X. O, si no tienen ustedes ese acervo friki, a las listas de judíos reconocidos como tal del Tercer Reich, el censo previo al pasaporte a Treblinka. Todos vamos muy felices a decir aquí estamos, somos buena gente, decimos lo que pensamos y tratamos de decirlo bien, y al otro lado de la cortina hay quien te está tomando las medidas para el traje de pino. Vamos bien. En España, estos mismos días, la SGAE lleva a juicio a un bloguero por un quítame allá los comentarios de la gente que comenta en tu página, que no me gustan y tú eres un delincuente que no tiene derecho a pensar ni a hablar en mi contra.
Lo decíamos ya la semana pasada: creíamos que lo de internet era un mundo libre y sin fronteras. Pero no. Quienes hacen las reglas ya saben cómo hacer para imponer las reglas. Todo está atado y bien atado, que dicen que dijo el gallego. En 1984, lo peor no era que el Gran Hermano estuviera en todas partes, desde el televisor de tu casa a las farolas de tu calle. Lo peor era que hasta la posibilidad de la revolución estaba ya controlada de antemano por el tipo del bigote. Un indefenso bloguero que habla de cine, de música, de senderismo, astronomía, astrología, sus ligues, o sí, de política y economía, qué demonios, ahora tendrá que pedir permiso para levantar la cabecita. Y en cuanto se la levanten, ñaca, a buscar otro bloguero.
Pintan mal las cosas este siglo que ya va a cumplir su primera década. Lo de los blogueros es insignificante con la ampliación de la jornada laboral a 65 horas semanales. De un plumazo, hemos retrocedido cien años en el tiempo. Cuando se nos vende la idea de que el estado de bienestar es lo más parecido a una película de ciencia ficción utópica que existe, la gente paseando por los parques, leyendo, disfrutando de una vida sana y deportiva, como nos hemos imaginado siempre que vivían los suecos en su socialdemocracia envidiable, zas, nos vuelven a amenazar con las minas de Kessel y las jornadas laborales maratonianas (pobres médicos de guardia). Uno que pensaba que, si no hay trabajo, lo mejor sería repartirlo para que cupiéramos a más, y al final los eurodiputados de la cosa deciden que no, que todo para los mismos. No vaya a ser, supongo, que las horas que sobran se las queden los emigrantes, que están muy mal vistos. Y no vaya a ser que entre tiempo y tiempo de ocio la gente tenga un ratito para ponerse a leer, y ponerse a pensar, que es la enfermedad más mala que pueden tener los pueblos.
Si el siglo veinte fue un cambalache el veintiuno va a ser un corifeo. Tiempo tendremos de llorar lo perdido y de darnos cuenta de qué se consiguió y qué vamos perdiendo. Cuánta razón tenían los borrachos (que son, como los niños, los que dicen siempre la verdad): Así vamos dando pasitos patrás...