HERCULES POIROT. Peter Ustinov, Toni Curtis y Enma Samms en 'Muerte en tres actos'.
Sociedad

Duros, cínicos y escépticos

La figura del investigador en la novela policiaca ha evolucionado con los tiempos, paralelamente a la corrupción y el crimen en la sociedad

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Cuando pensamos en los investigadores típicos de las novelas policíacas se da la paradoja de que no nos viene a la cabeza la figura del policía, que por pura lógica es la que debiera tener un mayor protagonismo, sino la del detective. Y es que casi desde sus comienzos en el género policial se apostó más por este personaje que por el del policía oficial. En efecto, en un género nacido para dar estabilidad y tranquilidad a la burguesía emergente tras la revolución industrial, que veía cómo, al menos en las novelas, el orden siempre quedaba reestablecido tras la comisión de un crimen, se daba la paradoja de que esa misma burguesía que empezaba a acceder a la literatura no deseaba hacer de los policías sus héroes en la ficción. Es cierto que eran los servidores públicos dedicados a protegerles y restablecer el orden social conculcado, pero en su concepción del mundo primaba precisamente el hecho de que fueran servidores, sus servidores, y a un sirviente se le utiliza, pero no se le eleva a la categoría de héroe. Por eso mismo los primeros investigadores de ficción que cautivaron a esa nueva categoría de lectores podían considerarse sus iguales, caballeros u hombres de mundo, que no trabajaban por dinero sino para desarrollar sus habilidades intelectuales que, en la mayoría de los casos, estaban por encima de las de los policías oficiales a los que despreciaban y humillaban con su inteligencia y éxitos.

El primer detective de ficción surgido de la pluma de Edgard Allan Poe, el caballero Auguste Dupin, paradigma de esa nueva figura literaria, pertenece a una familia ilustre y no tiene problemas económicos ni la necesidad de ejercer una profesión, por lo que dedica su tiempo a ejercitar su mente, volcando sus conocimientos en la investigación de unos extraños misterios que ocurren en la ciudad de París. Para ello ni siquiera tendrá que acudir al lugar de los hechos, es suficiente con la información que le proporciona la prensa y su capacidad analítica. Gracias al uso de su razón, exclusivamente, triunfará donde previamente han fracasado las fuerzas policiales. A su vera surgirán otros detectives de origen y porte aristocrático, auténticos diletantes, que se dedicarán a investigar crímenes más por matar el aburrimiento a que les tiene abocados su ociosa vida que por necesidad de combatir el crimen. Uno de los mejores ejemplos de este tipo de personajes es lord Peter Wimsey, personaje habitual de Dorothy Sayers, que incluso llega a resolver un caso gracias a sus extensos conocimientos sobre los vinos franceses.

Holmes, el grande

Pero si el caballero Dupin fue el primero de los grandes detectives de ficción, el más famoso y popular, el más grande sin lugar a dudas, fue Sherlock Holmes, el personaje creado por Conan Doyle. Con Holmes la figura del detective se consolida e incluso se profesionaliza, ya que aunque sigue siendo un caballero cobra de vez en cuando por sus servicios. Para él su actividad no es tan sólo un juego intelectual, aunque disfrute con los retos y problemas que le obligan a ejercitar sus capacidades mentales al máximo, sino que la pone al servicio de la lucha contra el crimen y la delincuencia. De hecho todos sus intereses intelectuales y humanos van encaminados a tal fin, incluso los conocimientos que ha ido acumulando a lo largo de su vida. Es significativa, a estos efectos, la clasificación que de los mismos hace su fiel lugarteniente, el doctor Watson. Nulos en literatura, filosofía y astronomía, ligeros en política, desiguales en botánica aunque extensos en lo referente a venenos, prácticos en química y geología y extensos en anatomía. Es además un ávido consumidor de literatura sensacionalista y un experto boxeador y esgrimista. Sherlock Holmes sigue siendo, por tanto, un caballero que resuelve los casos gracias a su ingenio, la diferencia con los otros detectives estriba en que él ha entrenado su inteligencia precisamente para conseguir ese fin, la resolución de los crímenes y misterios que se le ponen por delante.

Un paso adelante lo da Agatha Christie, la primera escritora que obtuvo el título honorífico de dama del crimen, que crea dos personajes que han pasado a la historia de la literatura policial, Miss Marple y Hércules Poirot. En el primer caso volvemos a encontrarnos con una detective aficionada, una encantadora anciana de la que es mejor no ser amigo o conocido ya que allá por donde va aparece un cadáver, que resuelve los asesinatos gracias, exclusivamente, a sus profundos conocimientos del alma humana. No estamos ya ante una aristócrata o una intelectual, sino ante una sencilla mujer de la campiña británica que utiliza su sentido común al que aplica en elevadas dosis los consejos de ese refrán que dice «piensa mal y acertarás». Con Hércules Poirot, en cambio, nos encontramos por fin con un detective profesional, no sólo porque vive de su trabajo como investigador sino porque antes de dedicarse a ello fue policía en su Bélgica natal. Poirot, sin embargo, aunque no tiene nada de aristocrático e incluso llega a escandalizar con sus costumbres a los circunspectos representantes de la clase alta británica, comparte con sus antecesores de ficción una característica: resuelve sus casos gracias a su capacidad intelectual, lo que él con falsa humildad llama «sus pequeñas células grises». Es, por tanto, uno de los últimos representantes de esa estirpe de detectives cuyo mayor estímulo es el intelectual y para los que un crimen no constituye una tragedia humana sino la oportunidad de demostrar su talento.

Seguramente Poirot, que triunfó en la Inglaterra de entreguerras, no hubiera podido ejercer su profesión en los Estados Unidos de la Gran Depresión. En ese país y en esa época se produjo la auténtica revolución del género, auspiciada por los pulps, revistas baratas dirigidas al gran público, en los que velaron sus armas los principales renovadores del género.

El lector de Black Mask, de Dime Detective Magazine o de otras revistas similares, sabía que los asesinos no fumaban cigarrillos turcos sino que bebían ginebra de garrafón elaborada en alambiques clandestinos, que sus dirigentes no se reunían en aristocráticos palacios para velar por el bienestar de la patria sino en garitos con ambiente viciado por el humo para hacer lucrativos negocios y que las virtuosas damas victorianas, cuando no tenían nada que llevarse a la boca, encontraban el sistema de sobrevivir abandonando rápidamente su acrisolada virtud.

El engaño no era posible si autores y editores querían vender sus relatos, y un puñado de escritores, que tenían los pies en el suelo y la mirada atenta a lo que ocurría a su alrededor, idearon unas historias tan cercanas a la realidad que fueron capaces de explicar, mejor que las noticias que aparecían en los periódicos, muchas veces manipuladas y controladas, lo que estaba pasando en Estados Unidos en esa época de fuerte depresión económica y desestructuración social. La ficción se hizo realidad, una realidad nacida de la obligación, el lector no iba a admitir que se le mintiera, sabía cómo era la policía, porque convivía con ella, sabía cómo eran sus dirigentes, porque los sufría a diario, y sabía que la muerte de una persona no era una excusa para realizar una bella obra literaria sino algo cotidiano y en la mayoría de las ocasiones algo doloroso por lo que suponía de fracaso tanto individual como social. Los detectives, por tanto, tenían que ser hombres duros, de vuelta de todo, cínicos y escépticos, porque así eran las calles por las que transitaban.

Sam Spade, el protagonista de El halcón maltés, lo expresa claramente cuando, pese a estar enamorado de Brigid O'Shaugnessy, la entrega a la Policía: «Si a un hombre le asesinan el compañero, tiene que hacer algo, no importa lo que ese hombre piense. Era su socio y tiene que hacer algo». El detective es un profesional y si quiere sobrevivir en la jungla de asfalto en la que se han convertido las calles por las que transita debe dejar de lado sus sentimientos y hacer su trabajo del mejor modo posible.

Pese a ese cinismo, a esa certeza de que se haga lo que se haga, incluso descubrir a un asesino, nada importa porque todo va a seguir igual, los detectives de la época dorada de la novela y el cine negros intentan, dentro de lo posible, mantener su integridad. En palabras de Raymond Chandler, creador del más representativo de los mismos, Philip Marlowe, el detective debe ser un hombre completo y común y, al mismo tiempo, extraordinario, debe ser un hombre de honor por instinto, por inevitabilidad, sin pensarlo y sin decirlo, debe ser el mejor hombre del mundo y un hombre bastante bueno para cualquier mundo. Chandler colocó el listón muy alto y quizás, por eso, el detective clásico se echó a un lado y cedió su protagonismo al auténtico profesional de la lucha contra el crimen, el policía.

Llegan los 'polis'

Si bien es cierto que en la literatura policíaca siempre ha habido policías, parecían haber estado acomplejados ante la figura más atractiva e independiente del detective, pero esto cambió cuando Ed McBain creó el distrito 87 e inició una serie en la que los agentes que trabajaban en esa comisaría eran los protagonistas. La descripción del trabajo policial así como el protagonismo coral de sus componentes supuso una renovación del género además de un intento por ensalzar la actividad policial sin llegar al empalago excesivo y contraproducente. El éxito de sus novelas indica que su esfuerzo hagiográfico consiguió el favor de los lectores aunque la suya no fue la única visión que sobre la policía nos ofreció la literatura. Desde Harlem el escritor afroamericano Chester Himes nos ofreció una visión distinta y complementaria.

Sepulturero Jones y Ataúd Jonson, sus héroes, son dos policías de raza negra que trabajan en Harlem, pero que no tienen nada que ver con los de McBain. Saben que el único modo de mantener el orden y conservar la vida en ese barrio es ser aún más salvaje que los delincuentes y por eso alimentan la leyenda de su propia brutalidad. De ellos se dice que mataron a un hombre por tirarse un pedo y que son los hombres, sin más apelativos. Conscientes de que son la fuerza de choque del hombre blanco contra sus hermanos de raza, aprovechan sin embargo cualquier resquicio que el sistema les ofrece para burlar a sus aparentes amos y, pese a su brutalidad, son mucho más humanos que los refinados detectives de principios del siglo XX.

El globalizado mundo actual en el que vivimos sigue necesitado de policías y detectives. Los crímenes cambian según cambia la sociedad, pero el fondo que los sustenta, las pasiones, la corrupción, la ambición y las ansias de poder permanecen y quienes bucean en ellos para pergeñar sus historias siguen teniendo un campo de acción prácticamente ilimitado. Por otra parte, cada vez más el mestizaje entre géneros va rompiendo estereotipos y podemos encontrarnos con policías indisciplinados y escépticos como el inspector Méndez de González Ledesma o el Harry Bosch de Michael Connelly, guardias civiles que intentan dar una imagen más moderna del benemérito instituto como los agentes Bevilacqua y Chamorro creados por Lorenzo Silva o detectives de la vieja escuela como Toni Romano, ex policía protagonista de unas cuantas novelas de Juan Madrid.

Todos ellos viejos (o en algunos casos nuevos) policías y detectives que sobreviven como pueden ante el aluvión de forenses que han decidido abandonar la sala de autopsias para participar directamente en la investigación de los asesinatos que han pasado previamente por su bisturí. Ya antes de que se pusieran de moda esos personajes gracias a series como CSI, las novelas de Patricia Cornwell protagonizadas por Kay Scarpetta o de Kathy Reichs, cuyo personaje fijo, Temperance Brennan, ha saltado también a la pequeña pantalla en la serie Bones, nos mostraron una nueva serie de investigadores que saben compaginar perfectamente el trabajo de calle con el del laboratorio, sin que por ello merme la calidad de las novelas policíacas que protagonizan ni el placer que nos produce su lectura.

Tenemos, como se puede ver, investigadores de todas las clases. Alguno incluso ha ido al barnetegi y habla euskera, como Simón Artabe, el detective creado por Jon Arretxe para sus novelas Manila konexioa y Kleopatra, un tipo grosero, faltón y gorrón, pero que pese a ello se nos hace cercano y entrañable. Y la saga continúa, mientras haya crímenes habrá detectives, y mientras haya detectives seguiremos leyendo sus historias, recostados en nuestra butaca preferida, con una copa en la mano mientras en la chimenea danza el fuego. Quizás, después de todo, en algunos momentos el crimen sí compensa.