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EL COMENTARIO

Pacto del agua

En la primera ronda de comparecencias de los ministros en las comisiones parlamentarias para exponer las grandes líneas de la propuesta gubernamental el área correspondiente, la ministra Elena Espinosa, titular de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino ha propuesto «un gran pacto del agua abierto y de todos».

Antonio Papell
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La oferta no es, según todos los indicios, meramente retórica y ha de inscribirse en la decisión del presidente del Gobierno de prescindir de Cristina Narbona y de reorganizar el Gobierno de la forma indicada.

Narbona era una ecologista convencida, fundamentalista en opinión de sus detractores y exigente en su labor hasta el extremo de que numerosas obras públicas fueron víctimas de su celo en la evaluación del impacto ambiental; Medio Ambiente y Agricultura, con intereses a menudo opuestos, tuvieron además un protagonismo antagónico en la pasada legislatura

Así las cosas, es obvio que la reforma y el relevo tenían recámara: Zapatero quiere acelerar la inversión pública, tan necesaria para tratar de reactivar la deprimida economía, sin excesivas trabas ambientales; resolver el conflicto del agua, que está teniendo muy perturbadoras consecuencias políticas para el PSOE en el Levante español; y quién sabe si dejar abierta la puerta al regreso a la energía nuclear, indispensable para limitar la dependencia energética española y cumplir con los objetivos de Kyoto.

El pacto, que abriría una «nueva etapa», debería contar con la participación de grupos políticos, comunidades autónomas, ayuntamientos, sindicatos, organizaciones empresariales, agrarias y ecologistas. Y Espinosa describió la disponibilidad gubernamental, que es amplia pero no ilimitada: «el Gobierno no descarta a priori las interconexiones intracuencas. Esto sí, y quiero dejarlo muy claro para que no existan malos entendidos -añadió-, no descarta aquellas que sean medioambientalmente sostenibles, económicamente viables y socialmente aceptables, requisitos que no cumplía y sigue sin cumplir el derogado trasvase del Ebro». El acuerdo debería vertebrarse en torno de los nuevos planes de cuenca, que se irán aprobando a lo largo del próximo año, de acuerdo a la Directiva Marco del Agua, que serán los instrumentos para decidir «cómo usar el agua», en qué actividades productivas y que nuevas infraestructuras se realizan.

El planteamiento de la ministra maneja un concepto que no está claro: es lógico que el Gobierno descarte los trasvases que no sean sostenibles desde el punto de vista medioambiental y razonables desde el económico. Pero ¿qué quiere decirse con lo de «socialmente aceptables»? ¿Acaso que deberá transigirse con la intransigencia aragonesa, que se niega a que los excedentes aguas abajo sean utilizados por las provincias levantinas?

El asunto se ha enrarecido mucho, lo que hará muy difícil el debate y, por consiguiente, el acuerdo. Sin embargo, la entrada en funcionamiento de las desalinizadoras en construcción relajará las presiones y debería facilitar la discusión sobre bases realistas y -por fin- solidarias. Este país no puede construirse cabalmente con elementos que regateen agua a sus vecinos y que sigan abonando el indecoroso espectáculo del particularismo.

Asimismo, la nueva actitud centrista y dialogante de Rajoy, si se consuma como parece más que probable, podría lograr el prodigio de la convergencia. Después de todo, al PP tampoco le conviene que se mantenga la guerra entre comunidades autónomas, que si le beneficia en algunas de ellas, le perjudica en otras, simétricamente a lo que le ocurre al PSOE.

En definitiva, al debatir un gran plan hidrológico nacional estamos ante un ingrediente esencial de la ordenación del territorio, una de las escasas atribuciones del Estado cuasi federal que hemos construido y el fundamento de nuestra progresión física como país. Es ocioso decir que la planificación en este asunto ha de hacerse a largo plazo, por lo que carece de validez si no la suscriben las dos fuerzas que se alternan al frente del Gobierno. PP y PSOE tienen, pues, una oportunidad de oro para inaugurar una nueva etapa de graduados consensos en el marco del lógico disenso y de la saludable rivalidad, de forma que la ciudadanía perciba que, bajo la dialéctica poder-oposición, existe en ambas partes una voluntad clara de hacer país. Si se lograse, se habría dado una prueba definitiva de madurez.