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Responsabilidad demócrata

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arack Obama es ya oficialmente el candidato demócrata a la presidencia de EE UU, después de que Hillary Clinton reconociera ayer el triunfo de su oponente en las primarias y le transmitiera su «total apoyo» para alcanzar la Casa Blanca. No es difícil imaginar el desgarro íntimo que ese acto público de rendición ha tenido que suponer para Clinton, obligada a afrontar una derrota que pone en revisión toda su trayectoria política y sus ambiciones personales. Pero la renuncia explícita de la senadora a mantener una agónica pugna en la que los votantes se han inclinado por Obama constituía la única salida razonable para evitar que el vibrante enfrentamiento entre ambos acabara dividiendo al partido, cuando además ninguno de los dos candidatos ha logrado despegar en las encuestas frente al republicano McCain. Los demócratas corren el riesgo ahora, no obstante, de enzarzarse en una nueva diatriba interna en torno a la elección o no de la senadora como la vicepresidenta de Obama. El tándem configuraría sobre el papel un contrincante muy poderoso no sólo por el distinto carisma que atesoran los dos, sino por la aparente complementariedad de sus respectivos electorados. Pero esa idílica suma no puede obviar ni la animadversión que han llegado a despertar ambos entre los seguidores del contrario, ni tampoco las consecuencias potencialmente favorables para McCain que ha supuesto la equívoca equiparación de la campaña demócrata con la realidad social y política del conjunto de EE UU. Es justamente la insólita intensidad de la misma la que apela ahora a la responsabilidad de Obama, Clinton y el resto del partido en la adopción de aquellas decisiones que puedan procurar una victoria en las presidenciales que, de no producirse, supondría un auténtico fiasco ante las expectativas generadas.