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Sociedad

La mujer sobre todas las cosas

Con Yves Saint Laurent no sólo se extingue un modisto único. Desaparece un creador torturado y renacentista que se inspiraba en el mundo del arte, la música y la literatura

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El modisto Yves Henri Donat Mathieu-Saint-Laurent murió en la medianoche del primero de junio en su domicilio parisino, un palacete en la calle Babilonia, víctima de un tumor cerebral. Tenía 71 años. Le acompañaba Pierre Bergé, su pareja desde 1958, y el responsable del auge de la marca. Ambos constituían la primera y más potente pareja homosexual del mundo de la moda. Saint Laurent nació en Orán (Argelia) el 1 de agosto de 1936. Allí pasó toda su juventud, frívolo, elitista, elegante y convertido en el niño rey de un hogar de mujeres donde se soñaba perpetuamente con la elegancia exilada de París y se hojeaban las revistas de moda en las que reinaba Mitza Bricard, la musa impertinente de Dior. De aquellos días, relata su biógrafo Laurence Benaïm, el modisto recordaría siempre la imagen incandescente de su madre saliendo de casa, vestida para el baile, formando un remolino perfumado de satén y seda. Siempre la magdalena de Proust. (En Saint Laurent este culto al narrador parisino le llevaba a viajar de incógnito bajo el nada casual apellido Swann: siempre en busca del tiempo perdido).

Sensible hasta el punto de llorar ante un vestido poco conjuntado, estudioso, empapado de referencias antiguas del mundo del cine, la literatura, el arte y la moda, Saint Laurent arrasó al llegar a París donde se matriculó en la escuela de la Cámara sindical de Alta Costura. Nada más ser presentado, deslumbró a Christian Dior, que le nombró de inmediato su asistente. Tenía 18 años. Apenas tres años después, a la muerte del maestro Dior, le sustituye al frente de una de las más prestigiosas casas de alta costura del mundo. Visto y no visto. En sólo cinco años, el muchachito sensible y delicado de Orán, el tímido que era incapaz de tomar un avión por sí mismo, se convierte en jefe de filas de Dior.

Con él llegó el escándalo

En esos años conoce a Bergé, quien le anima a crear su propia firma. YSL triunfa desde su primer desfile. Es el desembarco de la androginia en la moda, de los pantalones para señora, de la feminización del masculino esmoquin (1966; en satén de seda y blusa de batista, la primera clienta fue Françoise Hardy) y de la entonces muy desafiante moda retro. No hay que olvidar al ver hoy esos modelos pretéritos que Yves Saint Laurent asentó su reinado con la provocación, escándalo tras escándalo. Sólo las más atrevidas, valientes y adineradas mujeres de la época (¿quién lo diría hoy?) se atrevían con las pamelas, los trajes trapecio, los bibis (gorritos), las saharianas, las bermudas, las americanas y los tules de Saint Laurent.

A cambio, el modisto, alentado siempre por Pierre Bergé, industrial, socialista, militante del movimiento gay y responsable de la revista Têtu, les regala Rive Gauche, la primera línea de prêt-á- porter de lujo, los perfumes Y, Rive Gauche y Opium (1971), viste a Catherine Deneuve para Belle de jour y nos ofrenda, con su zapato en una escalera, el mito de la duda y del deseo atrapado por Luis Buñuel.

YSL se convierte en imagen de Francia y populariza la alta costura entre las mujeres profesionales. Abre tiendas junto al Sena: ya no hay que acudir al taller del modisto. Es icono de la moda. Del glamour. Y del fin de toda una época. Quien no puede usar una prenda con su etiqueta (y en la alta costura francesa la tradición manda que en la etiqueta figure el nombre del marido), puede al menos envolverse con esa nube oriental de mandarina, jazmín, vainilla y opopónaco del perfume. «La elegancia -escribió YSL- es una manera de moverse. También es saber adaptarse a las circunstancias de la vida. Sin elegancia de corazón, no hay elegancia». Definitivo (y barato).

La pendiente del dolor

Pero no todo es gloria. La creación de Saint Laurent va acompañada de depresión y dolor. «Su juventud se detuvo en 1958. Su carrera -recuerda un amigo- fue una sucesión regular de crisis nerviosas, de angustias paralizantes, de ataques que acaban en el hospital, de somníferos, estupefacientes, drogas y alcoholismo». En los últimos años, Saint Laurent confesó que pagó caro el culto a la fragilidad que dominó la época.

Por entonces bebía dos botellas diarias de güisqui, pintaba las paredes, quería parecerse a un soldado cortándose el pelo al rape y compraba miles de chucherías a anticuarios. Desayunaba caviar Kaspia, asomado al vacío de la creación, con la única compañía de su chófer y su perro. De fondo, siempre flores (odiaba las caléndulas y las rosas amarillas) y los paisajes de Marrakech, la ciudad marroquí que descubrió al mundo (su ejemplo fue seguido por decenas de burgueses parisinos que compraron viejos palacios y riads). Allí será enterrado, en el Jardín Majorelle donde se conservan alguna de las muchas obras de arte que coleccionaba la pareja (Goya, Braque, Cézanne, Matisse).

El 7 de enero de 2002, este «artesano, fabricante de felicidad», el hombre que amaba a la mujer sobre todas las cosas, decidió poner fin a su carrera. Esta última temporada, Stefano Pilati, el diseñador de la casa, decide no desfilar. «Las mujeres que siguen la moda muy de cerca corren el peligro de perder su naturaleza profunda, su estilo... Pero cuando uno se siente bien dentro de un vestido, todo puede pasar. Un buen vestido -dijo YSL- es un pasaporte a la felicidad».