La palabra prohibida
Será difícil creer que la cosa está tan mala como nos dicen -cinco veces cada media hora- hasta que alguien no vea, en directo -sin que se lo cuenten, con sus propios ojitos-, a un privilegiado perder un privilegio. Hasta que alguien cercano renuncie al segundo teléfono móvil, al segundo coche, a la segunda residencia y a la segunda intención, siempre habrá resistencia a creer que eso tan crudo que nos cuentan es real.
Actualizado: GuardarHasta que todos esos que antes trapicheaban con la compra-venta de pisos (no sólo millonarios y constructores) dejen de traficar ahora con los alquileres, resultará difícil sentir lástima por los propietarios y promotores. Hasta que los jóvenes españoles dejen de sufrir un atraco cada vez que intentan acceder a una vivienda (antes como dueños, ahora como arrendatarios), será complicado que los veinteañeros se sientan solidarios con una generación mayor que parece dedicada, principalmente, a sacarle los hígados.
Nadie (ninguna persona o institución) que se haya beneficiado, que haya crecido en los últimos años ha perdido todavía ni uno solo de los privilegios que acumuló cuando, por lo visto, éramos millonarios, una sociedad pujante. Nadie ha renunciado a la Visa de la empresa, ni al coche oficial, ni ha bajado el número de asesores, ni ha recortado esa plantilla de funcionarios, ni ha cerrado ese pesebre de afines, parientes y amigotes, ni ha cancelado esa campaña de propaganda. Aquí todos le piden sacrificios a los más sacrificados, para que dure más el desahogo de los desahogados. Mejor no mencionar la palabra (que se ha convertido en un coñazo repetitivo comparable al difunto Chiki-Chiki) pero hay situaciones que no encajan con sus presuntos efectos devastadores.
Es verdad que se ven escenas nuevas, pero el fondo de la cuestión es similar. Es cierto que los pasillos de los hipermercados empiezan a dar miedo. Le entran ganas a uno de preguntar: ¿Han cerrado ya y me han dejado dentro? Parecen escenas de películas de terror, con tan poca gente y esa música tan rara por la megafonía. Parece que en cualquier momento va a pasar algo chungo. Va uno a comprar el chopped acojonado, como si fuera Rajoy, esperando que salga un tío con un cuchillo y una careta de plástico desde atrás del mueble de los pasteles Martínez.
Pero estos cambios afectan a los trabajadores (grandes firmas están despidiendo a grupos del tamaño de una comparsa cada semana sin que nadie se atreva a publicar nada), a los pescadores, a los agricultores, a los consumidores... a los asalariados, autónomos y microempresarios de siempre. Pero los intermediarios, los especuladores conservan intacto el forro y la de Ubrique. Es decir, lo de siempre. Los puteados, más entregados a su condición; los comisionistas, flotando haya olas o mar en calma. Por eso resulta tan difícil creer en la palabra de marras, porque sus efectos son selectivos. Igual que las bombas aquellas aniquilaban a los seres vivos sin mover un ladrillo, esta tormenta económica parece que sólo empapa a los que ya estaban mojados por la mar, la interperie y el gasóleo, a los que estaban con el agua al cuello. Pero ni siquiera salpica una gota a los que siempre están a cubierto.
Entre los frágiles y los desamparados están los artistas y artesanos, los que defienden con su sangre y su potaje que lo intangible, lo artístico y lo estético es imprescindible para la supervivencia. Con la que está cayendo, ha caído una galería de arte más, como los últimos años cayeron otras en Jerez, Algeciras y Cádiz. Ahora le ha tocado el turno a IslahAbitada. Es la última víctima del movimiento denominado «la cosa está muy mala», pero falta añadir que siempre para los mismos, para los que apenas ganan cuando todo va bien pero pierden siempre cuando todo va mal.
Los más descreídos de la clase pueden reirse cuanto quieran del cierre de una galería de arte. Creerán que es un lugar al que no va nadie. Pensarán que nada importa mientras no cierren los bares, pero muchos de nosotros, y los que nos visitan, sentimos tanto aprecio por la cerveza como por los libros, por la playa como por la pintura, por el teatro y por el fútbol, sobre todo porque aprendimos a saber que son vicios compatibles, complementarios. Los que asisten impasibles al cierre de una pequeña sacristía de la cultura (sí, sí, cultura), son los que permiten que Cádiz se esté volviendo tan cateta que su acontecimiento más comentado desde 2002 sea la apertura de un supermercado. Son los que se conforman con la oferta de ocio de una ciudad que ni siquiera tiene un recinto estable para conciertos y espectáculos al aire libre.
Cuando viene la crujida siempre pierden los mismos, curritos y soñadores, pero Cádiz no puede permitirse que pague la cultura y la vida cuando estamos tiesos porque, cuando estuvimos bien, cuando éramos prósperos (risas) no se construyó ese auditorio, ni se inauguró teatro alguno, no se les dio ni un cuartucho para exposiciones a los 80.000 vecinos de Extramuros, ni se reforzó ninguna de las famélicas carteleras que nos ponen por delante. Si cuando hay, nada nos dan, cuando falta, nada deben quitarnos. O será que hemos elegido mal a los que nos dirigen (no sólo en el Ayuntamiento). Cuando escasea, pagan los artistas, los artesanos y los que les siguen, los espectadores, la infantería. Cuando abunda, nadie se acuerda de dejarles un cachucho en el sombrero.
Admitirán que es difícil escribir más de cien líneas de texto sobre la coyuntura económica (qué fino) sin mencionar la palabra «crisis». Joder, qué pena. Ya se coló. Es imposible quitársela de lo alto. Ahora que estaba a punto de acabar aparece la puñetera palabra, la que nos dicen diez veces al día, la que abre cada informativo, cada titular.
No hay quién la esquive. No hay forma de sacudírsela, con lo bien que les viene a mu-chos que organizan, que deciden y planifican pero nunca la sufren. Con lo que sirve como excusa perfecta para casi todo.