opinión

Complemento Circunstancial | Justa entre las naciones

Ése fue el título que en 1965 le otorgó el memorial israelí del Holocausto, el Yad Vashem: «Justa entre las naciones». Se llamaba Irena Sendler, era polaca, trabajó como enfermera en la Polonia ocupada por los nazis, puso en peligro su vida por no abandonar a aquéllos que la barbarie nazi iba a aniquilar y ha muerto hace unos días sin que muchos de nosotros la conociéramos ni de oídas.

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Historias como la de Irena aún nos permiten creer en la Humanidad. Sus idas y venidas al gueto de Varsovia, acarreando niños judíos en maletas, en cajas de fruta, incluso en ataúdes, salvaron a más de 2.500 pequeños. Luego, otras tantas familias pusieron de su parte acogiéndolos como propios y ocultando sus apellidos y su procedencia. Son 2.500 pequeñas historias de valentía y de amor al prójimo, 2.500 luces encendidas, 2.500 razones para mantener la confianza en el futuro, a pesar de todo.

En un viaje a Ámsterdam tuve el privilegio de conocer a un admirable y atípico religioso holandés, Teo Bensink, que me contó cómo, siendo apenas un adolescente, veía los trenes que llevaban a los judíos, los mismos que habían sido hasta el día antes sus convecinos, a los campos de concentración. Fue testigo de cómo arrojaban por las ventanillas a sus hijos para que alguien con corazón los recogiera y los prohijara, y me contó, emocionado, cómo las familias holandesas les daban amparo, cómo se jugaban el tipo, y mentían, y camuflaban a los huérfanos, incluso tiñéndoles el pelo para hacerlos pasar por hijos suyos. Son más historias de héroes anónimos, de grandes hombres y grandes mujeres cuyos nombres no trascenderán, pero que también merecieron, como la esforzada Irena, el hermoso apelativo de «Justos entre las Naciones».