El poder naranja
Las revueltas en el Tíbet contra los invasores chinos y la cercanía de los Juegos Olímpicos se convierten en la mejor promoción del budismo, una creencia que se extiende por el mundo
Actualizado:Qué pasaría si Buda levantara la cabeza? ¿Se le borraría la sonrisa? Salta a la vista que el panorama no es de-masiado alentador: monjes budistas que justifican la quema de tiendas chinas en Tíbet, el Gobierno de Pekín encolerizado contra el Dalai Lama y una antorcha olímpica que tiembla de miedo cada vez que se le acerca, en su fatigoso itinerario hacia Pekín, una turbamulta de manifestantes que denuncian los abusos del régimen autoritario de Hu Jintao. Las relaciones entre China y Occidente se ha complicado. Tíbet, el país de las nieves eternas está que arde.
¿A dónde ha ido a parar la serenidad que promulga el budismo tibetano? ¿Se ha roto con la tradición? ¿Las túnica de color azafrán, los mandalas y el gong ya no inspiran paz y amor al prójimo? Para ahorrarse quebraderos de cabeza, conviene hacer un poco de historia: «Los monasterios budistas siempre han estado muy ligados al poder y eso en Tíbet no ha cambiado. El propio Dalai Lama ostenta la máxima autoridad política desde el siglo XVI, cuando la recibió de manos de los mongoles. La religión impregna toda la vida en este tipo de sociedades. Es su forma de vivir y entender el mundo. Y, como es lógico, se ven amenazados por la presión china», reflexiona Fermín Mestanza, profesor de Budismo en la Universidad Pompeu Fabra.
Desde 1950, cuando las tropas de Mao invadieron el Tíbet, nada ha vuelto a ser lo que era. El sistema teocrático y feudal se ha convertido en un territorio donde el dinero chino corre de mano en mano, cada vez se comen más rollitos de primavera en los restaurantes, las tiendas de todo a cien proliferan como setas «y la mayoría de los jóvenes ya no sueña con raparse la cabeza y enclaustrarse en un monasterio», asegura el antropólogo social Joaquín Beltrán, profesor de Estudios de Asia Oriental en la Universidad Autónoma de Barcelona.
Control chino
Ahora el férreo control de la Administración china no permite que se mueva ni una hoja sin el permiso del Gobierno. Los funcionarios controlan la elección de las autoridades religiosas en el Tíbet, intensifican la explotación de los recursos minerales de la zona y se frotan las manos al comprobar el interés creciente de los empresarios chinos por el techo del mundo. Aunque haya revueltas en las calles y se cierren temporalmente las fronteras, no renunciarán jamás al filón que brilla en el país de las nieves eternas: no sólo es un enclave estratégico crucial en Asia Central, sino un destino turístico floreciente que el año pasado reportó a China unos 450 millones de euros.
Así rentabilizarán con creces la inversión en el tren, inaugurado hace dos años, que comunica Pekín y Lhasa, capital del Tíbet. En sólo 48 horas se recorren más de 3.000 kilómetros y se estrechan los lazos entre dos pueblos que desde el siglo XVIII mantienen un tira y afloja que en el mes de marzo -con motivo del 49 aniversario del último gran enfrentamiento con el Ejército Rojo- se tensó hasta superar lo tolerable. Según el Gobierno de Hun Jintao, en los disturbios murieron 22 personas; los dirigentes tibetanos en el exilio elevan la cifra a 150 y la comunidad internacional se inclina en favor de la versión del equipo del Dalai Lama, «integrado por miembros de la aristocracia tibetana que, además de la independencia, también exigen la restauración de las fronteras que había en el siglo XVIII, para recuperar las tierras que se les confiscaron dentro del plan de desamortización», apunta el antropólogo social Joaquín Beltrán.
El Dalai Lama, mientras tanto, pide calma: se muestra partidario de respetar los Juegos Olímpicos y repite, una y otra vez, que «no queremos separarnos de China, sólo pedimos más autonomía».
Tranquilidad absoluta
Así las cosas, ¿qué diría Buda? Lo único claro es que el príncipe indio Siddartha Gautama (siglo VI a.C.), el Buda histórico, huía de las emociones fuertes. De ahí que se volcara en la vida contemplativa hasta encontrar lo que buscaba: el nirvana, la serenidad suprema donde no tienen cabida ni las angustias ni los anhelos. Y precisamente esa tranquilidad absoluta es lo que atrae a muchos occidentales.
Se calcula que en el mundo ya hay unos 500 millones de personas que practican el budismo. En EE UU son más de 6 millones y en España rondan los 65.000, aunque «podría duplicarse sin problemas esa cifra si añadimos a los simpatizantes», matiza Miguel Ángel Rodríguez, presidente de la Federación de Comunidades Budistas de España. Y la tendencia no tiene visos de variar: «Hay demasiadas carencias, mucha gente se pregunta por el sentido de la vida y acaba descubriéndolo en el budismo. En los últimos 20 años hemos experimentado un verdadero boom. Entonces había tres centros de prácticas y ahora tenemos más de 150. Y, por supuesto, el Dalai Lama ha tenido mucho que ver. ¿Es un icono mediático!».
La mayoría de agrupaciones budistas se concentra en el sur y el Levante a pesar de que, poco a poco, se haya ido despertando el interés en el norte de España.
El pensamiento de Siddharta Gautama flota en el ambiente desde Tokio hasta la Patagonia, y a nadie le molesta. Aunque sí hay voces dolidas, como la de Fermín Mestanza, que no pueden evitar llevarse las manos a la cabeza ante «la banalización de una espiritualidad mucho más profunda que todo eso; no se trata simplemente de hacer vida sana, defender el ecologismo y encontrar el bienestar interior». De modo que los cantos hipnóticos (mantras), los dibujos circulares (mandalas), la representación repetitiva de deidades copulando y el carisma del Dalai Lama corren el peligro de reducirse a «una simple fachada exótica y seductora, algo muy superficial». Joaquín Beltrán coincide en ese análisis pero no le sorprende el panorama: «La publicidad es vital y a costa de lo que sea; el lobby liderado por Richard Gere lo sabe muy bien. Aunque, la verdad, dudo mucho de que esa camarilla americana se dé cuenta de las implicaciones de todo esto».
Sea como sea, la instrumentalización de la causa tibetana no afecta en nada a los auténticos devotos del budismo. Y menos a los practicantes de la variante zen, de origen japonés. «Nosotros somos distintos, muy laicos y pragmáticos, nos importa más el gesto que el adorno», afirma Miguel Ángel Rodríguez, presidente de la Federación. Aunque entre los seguidores del zen también haya religiosos católicos como Ana María Schlüter, directora del centro Zendo Betania de Brihuega (Guadalajara). Allí se reúnen agnósticos, cristianos y musulmanes «en busca de un sentido, una razón para vivir», revela la monja.
En definitiva: son ya 2.500 años de historia y el príncipe Siddartha continúa reinando a su manera. Sin inmutarse y con paciencia oriental. Y como la gota de agua, va calando lentamente.