
Esta historia no ha terminado...
Gonzalo Córdoba llegó a La Viña hace 50 años y no se ha ido; sus hijos continúan con el menú que él inició en el viejo El Faro de Cádiz
Actualizado: GuardarLas cañas de pescar reposan en fila sobre la pared, como si fueran rifles de forajidos a la puerta de un saloon donde se prohíbe llevar armas. La fachada corresponde al número 15 de la calle San Félix, en el barrio de La Viña y a unos pocos metros de La Caleta, donde la marea ha empezado a subir. El año es cualquiera de finales de los 60 y los pescadores acuden al local de don Gonzalo para venderle las mojarras o las herreras recién robadas al Atlántico. A la puerta de El Faro de Cádiz se agolpan decenas de clientes.
Cuatro décadas después de aquella escena, Gonzalo Córdoba recita de memoria la crítica gastronómica que le dedicó La Codorniz a su cocina. A sus 74 años, ya no se pone tras los fogones y sólo pasa entre las mesas para saludar a los clientes y no para servir. Se jubiló en 1999 y dejó su imperio culinario (El Faro de Cádiz y el de El Puerto, el Ventorrillo del Chato y el catering del grupo) «en las mejores manos posibles»: en las de tres de sus seis hijos. Pese a que oficialmente está retirado, durante la entrevista charla por teléfono con dos de ellos para asesorarles. Es sólo otro ejemplo de la unidad de acción de la familia, ya que los dos varones se turnan para ayudar a la mujer (la que lleva menos tiempo como gerente independiente) a la hora de elaborar la carta o llevar el negocio.
La saga está garantizada otra generación más, ya que «al menos un par de nietos quieren dedicarse a esto», presume el primer Córdoba de una empresa que emplea a más de un centenar de personas y que acumula distinciones de las mejores guías de viajes (el restaurante portuense es el mejor de la provincia para la Guía Campsa, sin ir más lejos).
Por orden cronológico, también hay que empezar hablando de El Faro de El Puerto. Gonzalo Córdoba recuerda que su hijo Fernando (gerente de este restaurante desde su apertura en 1988) «siempre jugaba con esqueletos y cosas de médico cuando era pequeño». El patriarca, que asegura que nunca forzó a nadie a seguir un camino concreto (y menos aún el de la restauración), le recomendó una carrera más realista, «porque no le veía estudiando tanto tiempo». El hijo hizo caso al padre y cursó Empresariales. Después, «me vino un día y me dijo que se iba a dedicar a esto, y se fue a El Puerto». Hoy día, aquel niño que aspiraba a la Medicina dirige el local de la familia con mayor fama de innovación gastronómica.
Un lustro después de aquel cambio brusco en las aspiraciones de uno de sus hijos, el grupo acudió a la Expo de Sevilla y se encargó de la carta de la caseta En tierras de Jerez. Junto a Gonzalo estaba otro de sus hijos, José Manuel, quien sí estudió una carrera afín al negocio familiar, técnico de Turismo (al igual que Mayte, la otra descendiente que recogió el delantal de la casa). Poco después del cierre de la muestra sevillana, surgió el rumor de que los dueños del histórico Ventorrillo del Chato querían deshacerse del local. «José Manuel me dijo que si me lo ofrecían, él se haría cargo». Así fue y así comenzó una ambiciosa y cara reforma, que incluyó una instalación completa de electricidad. Ahora, si El Faro de El Puerto es el foco innovador, El Chato es el preferido de los gourmets y de los clientes.
La tercera y la primera
Finalmente, en 1999 le llegó el turno a Mayte, a la que avalaron sus dos hermanos para que cogiera el volante de la casa matriz. Ella lo tuvo claro desde pequeña «y creo que es normal que si una familia depende de una empresa, los hijos continúen con ella», cuenta el padre y ahora abuelo.
Toda esta historia de sucesión y muchos tenedores suena muy idílica si se sirve en crudo y eso es algo que un viejo empresario como Gonzalo Córdoba tampoco dejará pasar tan fácilmente. «Detrás de nuestro éxito hay mucho trabajo, hay muchas horas, hay mucho sacrificio», advierte. La receta más dulce, en fin, siempre tiene su regusto amargo: «Si un día servía a 200 personas y una sola se iba disgustada me consideraba un fracasado. En este mundo hay que dar calidad y calidad... y calidad».
Gonzalo Córdoba camina a diario unos seis kilómetros, convencido de que «la salud está más en los zapatos que en la comida». Comida ha visto, cocinado y servido mucha durante 44 años de profesión. En todo ese tiempo nunca admitió que le faltara un plato. «Se ha terminado», decía, para que al día siguiente que el comensal se sentara a su mesa tuviera lo que había pedido sin falta. De esa forma creció y creció. Su saga tampoco ha terminado.