Las series van en serio
La pequeña pantalla acoge en la actualidad el cine más imaginativo y transgresor
Actualizado:Desde hace poco más de un año buena parte de la critica sentencia: «El mejor cine se hace en televisión». Podría parecer una afirmación excesivamente rotunda en un país en el que productos como Los Serrano o Aída llevan demasiado tiempo campando a sus anchas en horarios de máxima audiencia, por lo que si queremos entender los argumentos sobre los que se sostiene dicha afirmación debemos fijarnos en la parrilla estadounidense. Los Soprano, 24, A dos metros bajo tierra, Deadwood, The Office y Perdidos son los buques insignia de una revolución que ha transformado la realidad de este medio. Muchas cosas han cambiado desde que las primeras series televisivas empezaron a colarse en nuestros hogares hasta que, por fin, alcanzaron un estado de madurez que hace reconocible su propia identidad.
Sin duda, la revolución que ha llevado a la crítica a fijar sus ojos en la pequeña pantalla tiene sus propias siglas: HBO. Ha tenido que ser un canal de pago el artífice de la ruptura con los anticuados modelos de producción, pero nadie duda de que su éxito ha sacudido los cimientos de una industria que, hasta ese momento, dormitaba sobre los pilares de lo políticamente correcto. LA HBO, avalada por productos del calado de Los Soprano, Sexo en Nueva York y A dos metros bajo tierra, ha descubierto a casi tres generaciones de espectadores el placer de disfrutar de la televisión, valiéndose de un modelo de financiación que le permite afrontar con independencia temas hasta el momento tabúes para los programadores estadounidenses. El sexo, la violencia y la muerte han pasado a ser parte integral de los argumentos que copan las cabeceras televisivas. Mientras el resto de cadenas generalistas apostaban por variaciones más o menos afortunadas de la clásica comedia aderezada con risas enlatadas. Twin Peaks, Emergencias o Expediente X al margen, la HBO fue capaz de anticipar el momento de madurez de una sociedad que poco a poco comenzaba a asimilar ciertas dosis de crítica social, para administrar, con maestría, su golpe de efecto. El resultado a día de hoy lo avalan sus más de 53 millones de suscriptores.
Arropados por un sistema de producción que poco a poco han asumido grandes cadenas como ABC, Warner Bros. o la Fox, no son pocos los guionistas que han alcanzado el status de estrella. Nombres como Allan Ball (A dos metros bajo tierra), Ricky Gervais (The Office), J.J. Abrams (Perdidos) o Paul Scheuring (Prison Break) son casi una garantía de éxito para la mayoría de espectadores estadounidenses, hasta tal punto, que la figura del guionista mediático trasciende para convertirse en autor, el sumo creador de ficciones. Para imaginar el poder que atesoran algunos de los personajes mencionados, basta con repasar el contrato de exclusividad que J.J. Abrams firmó con Warner Bros y Paramount Pictures por la mareante cifra de 55 millones de dólares y un período de 6 años.
A remolque
Como no podía ser de otra forma, el éxito de las nuevas propuestas televisivas no ha pasado inadvertido para la industria del cine. Precisamente ahora que las más destacadas series de ficción comienzan a incorporar a su discurso narrativo los mejores argumentos del lenguaje cinematográfico, el cine ha equivocado su objetivo. Acuciada por la necesidad de plantarle cara a la televisión en su batalla por la audiencia, la poderosa industria hollywoodiense no solo ha optado por fichar a golpe de talonario a muchos de los talentos surgidos de la pequeña pantalla, sino que además, ha apostado por emular tanto sus planteamientos como el ritmo de sus tramas, en una operación que casi nunca ha funcionado.
Resulta difícil imaginar de qué manera puede una producción cinematográfica resolver la complejidad de las relaciones que se establecen en una serie televisiva; máxime cuando su duración se prolonga a lo largo de varias temporadas y los propios espectadores asisten a las evoluciones de personajes como House o el Doctor Grisson, no tanto por comprobar la naturaleza de las amenazas a las que se enfrentan, sino por la intensidad de unos perfiles dramáticos que se enriquecen en cada capítulo. El resultado suele ser cintas más parecidas a un capítulo piloto e hipervitaminado de una nueva serie que, a obras dotadas de un carácter autónomo.
Pero, recuperando una idea anterior: ¿de qué manera ha asimilado la televisión el lenguaje cinematográfico? Obviamente la complejidad de los nuevos planteamientos dramáticos ha terminado por encontrar su respuesta en el apartado visual. Movimientos de cámara que antes parecían reservados a las producciones de gran formato hoy son comunes a un buen puñado de series televisivas cuyos presupuestos se disparan hasta triplicar el de las películas europeas menos modestas.
Planos secuencia, panorámicas, imágenes subjetivas, travellings circulares... son frecuentes en series como Perdidos o 24 y sin embargo, allí donde la influencia del lenguaje cinematográfico se hace más notable es en el mimo con el que se trata el montaje y en el hasta ahora escaso aprovechamiento de las valores narrativos del fuera de campo. Como ejercicio, y a pesar de lo injusto que resulta la comparación entre ambas, les propongo visionar consecutivamente dos episodios de Cuenta atrás y 24.