Editorial

Tiranía en crecimiento

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a existencia de niños y adolescentes que agreden o vejan a sus progenitores, y sobre todo a sus madres, ha llevado a que en 2007 se presentaran en España nada menos que 8.000 denuncias contra ellos. La sociedad, que está llamada a proteger a la infancia y a la juventud frente a abusos que se cometen en el seno del hogar, debe tomar conciencia también de un problema que afecta en sus manifestaciones más graves a un porcentaje mínimo de familias, pero que constituye el extremo visible de carencias educativas más generales. Inclinaciones que, si no se perciben o aunque no se padezcan en casa, a menudo afloran en el ámbito escolar. La distinción moral entre lo que está bien y lo que está mal constituye la base de la convivencia y de la maduración personal, fruto siempre de un aprendizaje en el que los padres están llamados a ejercer el papel primordial, y no sólo en las edades tempranas. El niño actúa imitando, y precisa modelos que le sirvan de guía. Siente inseguridad, y requiere normas cuya aplicación resulte coherente. En su desarrollo necesita retar a la autoridad de sus padres, y estos deben corregirle mediante argumentos e incluso sanciones de efecto inmediato. Los padres son quienes comienzan a despertar -o a aletargar- los sentimientos de sus hijos y de sus hijas. Pero es necesario que el objetivo de esta tarea educativa sea alentar el reconocimiento de los demás; la disposición a situarse en el lugar de los otros. Antes que nada, se trata de estimular en los hijos la empatía hacia los más próximos, empezando por sus padres y hermanos. La tarea descrita constituye el antídoto más eficaz frente al riesgo de un desarrollo agresor y violento de la personalidad. Aunque es en sí misma imprescindible para que el niño sepa conducirse desde el primer momento de forma sociable, y descubra desde sus primeros pasos las ventajas del respeto y de la concordia en el seno familiar y en la sociedad.