SOCORRO. Un hombre ayuda a trasladar a un herido por el terremoto. / ZIGOR ALDAMA
MUNDO

Los rostros del terror

Afectados por el seísmo chino, que perdieron todo menos sus vidas, se debaten entre el dolor y la esperanza de que haya un futuro para ellos

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

A las 14.21 horas del pasado lunes, el abuelo de Qu Li dormía la siesta en la segunda planta del edificio que ocupa la familia. Una casa de hormigón y ladrillo blanco situada en la avenida principal de Hanwang. Le acompañaba 'Ki Ki', el perrito de Li. «Todo comenzó a vibrar con una fuerza enorme, y las dos últimas plantas del edificio se vinieron abajo», recordaba entre lágrimas Li, mientra dirigía a los equipos de rescate hacía lo que había sido su habitación, aunque no era necesario: tras seis días con temperaturas cercanas a los 30 grados y con un 80% de humedad, el olor que desprendía el cadáver indicaba el camino.

Cuando iba a utilizar una excavadora para derrumbar la fachada principal, que amenazaba con venirse abajo en cualquier momento, un ladrido dejó a todos petrificados. Tras un breve silencio, el sonido volvió a retumbar entre los escombros. «¿Ki Ki!» después de tantas tristezas, las lágrimas de esta joven de 20 años reflejaba ahora alegría. Una viga tenía atrapada la pata de la mascota que había aguantado seis días viva.

Los soldados consiguieron sacar al perro y devolverle la sonrisa a Li por un instante. Una hora después, la joven se derrumbaba junto a la bolsa negra que lleva los restos de su abuelo. «¿Qué vamos a hacer ahora? Nos hemos quedado sin nada», sollozaba.

No está sola. En Hanwang todos los edificios están dañados, y el 45% de los que todavía se encuentran de pie tendrán que ser derrumbados. En parte, la joven culpa al Gobierno. «Sólo teníamos dinero para construir un edificio de dos plantas, pero nos dijeron que, o eran cuatro o nada para no romper la estética de la calle. Así que, las dos primeras se levantaron con materiales de calidad pero las siguientes no. Y por eso no han resistido como en muchos otros casos», declaraba ayer a LA VOZ.

Ai Liying, de 21 años, comparte espacio vital bajo un toldo en la carretera que va de la ciudad de Bujangyan hacia el epicentro del seísmo de fuerza 7,9 que le arrebató a un tío la casa y dejó casi 33.000 muertos según el último balance.

A ambos lados del asfalto herido se encuentra una interminable hilera de hogares de plástico bajo la ardiente atmósfera que crea el material, la familia de Liying ha reunido todo lo que ha podido rescatar de los escombros somieres, sofás, un hornillo, un par de muebles de cocina, y aperos de labranza. Ahora viven de lo que les llevan los voluntarios. «No volveremos hasta que haya pasado un tiempo desde la última réplica». Ayer, todavía se seguía sintiendo temblores de 5,9 de la escala Ritcher, que causaron grandes desprendimientos.

«La vida no me importa»

De un cero diferente comienza la vida de Gao Shuyang, un joven de 22 años que llevará la marca del terremoto en su rostro durante mucho tiempo. «Me cayó un trozo de fachada en la cara», recuerda para este periódico desde la tienda de campaña azul en la que está ingresado, en la localidad de Pengzhou. Pero lo que verdaderamente le preocupa son las heridas que llevará en el corazón.

Su mujer, con la que acababa de casarse, y sus padres, murieron dentro del edificio. «Ya la vida no me importa», comenta con la vista perdida, mientra que los compañeros de 'habitación' tratan de consolarle. «Nuestras heridas se curarán, pero las suyas no», comenta uno de ellos, cuyo vendaje solo deja ver parte de su cara.