CONOCIDO. Los vecinos sabían desde primeras horas que el guardia civil vivía en su barrio.
ESPAÑA

«Estuvo jugando con su hijo en el parque el día antes»

El Palo era ayer un barrio conmocionado que no se lo acababa de creer. Los vecinos recuerdan al agente y tienen aún presente su imagen del pasado martes paseando con su pequeño de seis años

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CUANDO se enteró, a Ana Aguilar se le pusieron los vellos de punta. Dice que era muy temprano, porque muy pronto en el barrio empezó a hacerse fuerte un rumor de esos que uno desea que se queden sólo en rumor. No fue así, y pronto empezó a llegar más y más gente a una de las pequeñas casas que ocupan la acera empinada de la calle Rodrígo Saavedra, en el corazón roto de El Palo.

Ana se volvió a erizar cuando una vecina le contó que sólo un día antes había visto a Juan Manuel jugando con su crío en el parque: «Ese hombre estuvo ayer con su hijo en el parque», dice refiriéndose al martes. «Ayer estaba y hoy no está. Se fue y lo mataron», comenta como si hablara con ella misma, y se frota el brazo.

El parque está un poco más abajo, abarrotado de vida. Hay columpios y un tobogán y vallas pintadas de rojo, de verde, de amarillo. Hay niños de dos, de tres, de seis años, como el hijo de Juan Manuel, al que tiene en la memoria Adolfo Márquez, y no porque lo conozca, sino porque sabe qué es ser padre: «Valoras de verdad la vida cuando tienes hijos. Yo antes era muy duro pero ahora, veo estas cosas, pienso en lo que sufre la familia y lloro».

Adolfo trabaja en Godoy Grupo de Empresas, un negocio por cuya puerta Juan Manuel ha pasado mil veces, dice, porque lo ha reconocido en una foto en la que está sin uniforme, cuando por la mañana ha buscado en Internet. Adolfo se hizo pintor, pero recuerda que a punto estuvo de irse también al norte, como guardia civil o como policía nacional. Fue cuando terminó la mili, y había que trabajar: «Tenía ya hasta los papeles, pero mi madre lloró tanto, que lo dejé». Lo refiere porque, al fin y al cabo, pudo haber tenido el mismo destino que el vecino arrebatado. Hoy le da gracias a Dios por no seguir con la idea y pide «mano dura» para los asesinos, «que seguirían matando aunque se lo dieran todo, porque ya tienen autonomía, y tienen libertad, y no paran».

Martín Carpena

En la empresa, en la que se venden pinturas y a la que sí han entrado más de una vez los suegros de Juan Manuel, también trabaja Montse Verdún, que no quiere ni pensar qué va a sentir ese crío cuando su padre no vuelva, «porque un niño, a esa edad, ya se da cuenta de todo». La chica se acuerda también de otro asesinato terrible: José María Martín Carpena, y de su mujer y su hija, «viéndole allí, acribillado».

«Si vas a escribir algo, pon lo que hemos dicho: que no es justo; que sobre todo, no es justo. Que hay otras maneras para arreglar las cosas», dice Montse, que tiene 28 años, y que como todo el barrio jamás pensó que le iba a ocurrir a un vecino, «porque nunca crees que va a suceder algo así a un conocido».

Mari Carmen Cortés acaba de terminar de trabajar, y entra en en el estanco de Ana Aguilar, que siente rabia y que siente indignación. Mari Carmen ha escuchado en el trabajo que la víctima del atentado es de El Palo, pero dice que no cae. Hasta que Ana le da algunos datos, y entonces sí, entonces reconoce a Victoria, la mujer: «¿No me lo digas! ¿El marido de la Vito! ¿Por Dios, tiene un niño!». Carmen se entera entonces de que Victoria, del barrio de toda la vida, ya ha viajado a Álava, adonde regresó Juan Manuel el mismo martes, después de pasar un permiso y de jugar toda la tarde con el crío en el parquecillo. Hoy la esposa asiste a su funeral.

Apoyo a la familia

Son casi las ocho de la tarde, y en la casa de Victoria aún hay cámaras apostadas. La puerta sólo se abre para recibir a vecinos, a familiares y amigos guardias civiles. También ha estado un psicólogo: «Los atentados ocasionan graves secuelas en el entorno familiar», dice Ester Aguayo, delegada en Málaga de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, que hace doce años recibió la noticia de que ETA habían tiroteado a su padre, un guardia civil que sigue vivo. «Las víctimas dejan hermanos, esposas, hijos, sobrinos, tíos... Es muy importante que reciban apoyo y tratamiento», asegura por propia experiencia.

«Al hombre le gustaba sentarse en ese sillón rojo; en ese en el que pone San Miguel y que está en la terraza. Se sentaba el suegro, y él también», ha dicho Adolfo, que es pintor, pero que pudo haber sido guardia civil y que trabaja en un barrio humilde, con una rutina rota por una brutalidad que no puede comprender.