opinión

Calle Porvera | La memoria

Cuando era pequeña y pasaba los veranos en Alcaudete me llamaba mucho la atención el ritual que siempre seguía mi abuelo a la hora de sentarse a la mesa y de relacionarse con la comida. Él es un hombre de pocas palabras, pero en sus gestos se adivinaba todo. Y desde muy niña me fijé en cómo arrugaba el ceño cuando la comida se quedaba en el plato o cómo con una mirada impedía que lo que sobraba acabara en el cubo de la basura. Luego estaba la eterna discusión del pan, porque él siempre comía el que quedó del día anterior, pese a que yo, muy sabionda, me molestaba en explicarle que no estaba tan bueno y que así provocaba que volviera a sobrar. «Peores cosas he tenido que comer», farfullaba para sí mismo.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Con los años y algunos retazos sueltos que pude ir uniendo descubrí que en la memoria de mi abuelo se escondía algo más que lo que parecían manías de un anciano. Y disfruté del placer de sentarme a escuchar las batallitas de las que se quejaban otros.

Así aprendí lo que es la necesidad, el miedo al mañana, el frío por la falta de techo y el hambre de un joven de apenas 18 años que en los estertores de la guerra fue hecho prisionero en su tierra jiennense y trasladado a pie junto a muchos otros a un campo de prisioneros de Torremolinos. «Dormíamos a la interperie, nos llovía -desde entonces arrastra su bronquitis crónica- y las sobras de los guardias eran manjares», decía mientras mi conciencia se iba despertando. «A mí me pilló la guerra en un bando, y a mi edad ni siquiera entendía de política. Me tocó perder, pero como a todos, porque de aquello no salió una victoria, sino una derrota general». Para mi abuelo, el sufrimiento nunca distinguió entre banderas.

ppacheco@lavozdigital.es