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isto el panorama que se avecina, sólo resta encomendarse a la profesionalidad de unos futbolistas que están obligados a darlo todo ante la Real para que una temporada tan desagradable no acabe convirtiéndose en una tragedia de consecuencias irreparables en el orden deportivo, económico y social para la ciudad que sonríe y tiene una bandera que se ve desde Tánger. El porqué se ha llegado a este extremo es algo que ya deben estar analizando los máximos responsables de la entidad. Cómo un equipo, llamado a formar parte del pelotón de los favoritos al ascenso, ha derivado en un bloque forjado a base de altibajos, capaz de ganar en casa del líder, pero de crispar -y de qué modo- a su afición en Carranza. Huérfano de una nómina de héroes a los que agarrarse (Sesma, Pavoni, Lobos...), al cadista sólo le quedó la opción de encomendarse a Calderón y ver si un gaditano con la sangre amarilla estaba capacitado para reflotar, bajo el manto de Muñoz, el proyecto de Baldasano. La respuesta -con el añadido de los refuerzos de invierno- fue abrumadora: no. Se insistió por los mismos parámetros con la aparición en escena de Raúl Procopio, pero con él se ha entrado en una dinámica de pan para hoy y hambre para mañana sin que nadie en el Cádiz tenga los arrestos de advertir que éste no es el camino. Se acaba el ejercicio y el desencanto vuelve a ser otra vez el leit motiv. Mirando de reojo a los que vienen pisándoles los talones y huyendo de la quema, los amarillos hace meses que enterraron sus ilusiones de subir a Primera; no está este grupo armado para semejantes hazañas. Pero es ahora cuando hay que tener los suficientes arrestos para bajar el telón con dignidad y un partido como el de esta tarde es una oportunidad única para que más de un jugador pueda en hora y media justificar por qué y para qué vino aquí. Lo contrario, encomendarse a las fuerzas divinas, sería proponer un suicidio colectivo.