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En la tumba del río Pyapon

La falta de ayuda humanitaria en una de las zonas más castigadas obliga a los supervivientes a lavarse en un cauce atestado de cadáveres

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Una semana después de que el devastador ciclón Nargis arrasara el sur de Birmania y se cobrase más de sesenta mil muertos y desaparecidos -según cifras oficiales-, los cadáveres de muchas de estas víctimas siguen flotando y pudriéndose en las aguas en el río Pyapon, que pasa por la localidad del mismo nombre situada a unos 150 kilómetros de la antigua Rangún -ahora denominada Yangón-, la principal ciudad del país.

Y es que los ríos y arrozales que conforman el delta del río Irrawaddy, la región más castigada por los vientos huracanados de casi 200 kilómetros por hora y las olas de tres metros que azotaron Birmania el fin de semana, se han convertido en una enorme fosa común al aire libre debido a la incapacidad del Gobierno para hacer frente a los efectos de este desastre natural.

Así lo comprobó ayer este periódico, el único medio español que ha podido entrar en Birmania para informar sobre la tragedia, en un siniestro crucero por el río Pyapon, donde decenas de cadáveres siguen varados entre los juncos de sus orillas. Monstruosamente inflados por el agua y con la piel amoratada, los cuerpos sin vida de personas, vacas y búfalos de agua siguen descomponiéndose entre los restos de las casas derruidas en medio de un insoportable hedor a muerte.

De lejos, parecen espantosos muñecos de plástico que flotan sobre el agua con los brazos y la piernas extendidas, pero de cerca la visión es todavía más espeluznante. Sus rostros, en avanzado estado de putrefacción, se han ennegrecido hasta borrárseles los ojos y la boca, y dejarlos irreconocibles.

Anónimos

Nadie sabe quiénes son ni los ha reclamado, posiblemente porque sus familiares los buscan a muchos kilómetros de aquí o han muerto también. La marea provocada por el ciclón los trajo hasta Pyapon y ahora se han quedado atrapados entre los juncos en su camino de regreso al mar siguiendo la corriente del río.

Para liberarlos de la maleza, algunos supervivientes los empujan con palos con el fin de devolverlos al cauce, pero otros los ignoran e intentan recobrar su normalidad diaria a pocos metros de los horrendos cadáveres. Muy cerca de dichos cuerpos inertes, y a pesar del olor que despiden, las mujeres y los niños siguen lavándose en el río mientras los hombres se afanan por reconstruir sus chozas de madera.

La tragedia es tal que, ante la falta de ayuda humanitaria, a los supervivientes no les queda más remedio que dedicar las pocas energías que aún conservan a buscar entre los escombros de sus hogares derruidos y a limpiar ellos mismos los árboles caídos que se acumulan en las calles. «No nos ha quedado nada y nadie ha venido a asistirnos», se queja Nini Win, una mujer que vivía con los ocho miembros de su familia muy cerca del río y que vio cómo su casa se venía abajo.