MEMORIAS DE LA FRONTERA

Celestino Mutis no tiene glamour

L a Feria del Libro de Cádiz quizá contribuya, este año, a transmitir la idea de que Celestino Mutis no es sólo un colegio o una peña de raigambre gaditana, sino el nombre de uno de los personajes fundacionales de la Ilustración en ese país tan poco ilustrado que fue la España del siglo XVIII, a pesar de Carlos III, de Jovellanos, de José Cadalso o de, más tardíamente, Blanco White. Nombres que, a lo visto, suelen ser pasto del olvido y no de la memoria.

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Así que ahora que, el próximo 11 de septiembre, se cumplirán dos siglos de la muerte del sabio Mutis, quizá sea hora de que nos interesemos por su vida. A fin de cuentas, estas calles más proclives al incienso que al microscopio y más propensas a la ojana que al rigor recibieron a aquellos Mutis que tal vez se llamaran Mutts y fueran chuetas, judíos mallorquines provenientes del corazón del mediterráneo y que terminaron orillando en una librería del barrio del Pópulo. Fue en ese entorno donde nació José Celestino Bruno Mutis y Bosio, en 1732, apenas tres años antes de que Jorge Juan y Ulloa se embarcarán para medir el ecuador al otro lado de la mar oceana.

Aquí existió un colegio jesuita donde él estudió filosofía, aunque se iniciaría en la medicina, física, química y botánica en el célebre colegio de Cirugía de Cádiz, cuando esta última disciplina empezaba a dejar de ser patrimonio de los barberos. Licenciado en Sevilla, ejerció en el hospital de Marina gaditano donde se inició en el estudio de la astronomía antes de doctorarse en Madrid. Fue un curioso impertinente, un tipo ambicioso que no tuvo suerte en la busca de riqueza pronta en negocios mineros pero que congenió el sacerdocio -tal vez por su instinto de supervivencia¯con una épica aventura personal al otro lado del Atlántico, hacia donde zarpó en 1760 en el séquito del marqués de la Vega, nombrado por entonces virrey de Nueva Granada.

Su vida fue un difícil equilibrio con el poder de su tiempo y con la insurgencia americana que había prendido en diversos miembros de su célebre Real Expedición Botánica de 1783 y en las filas de su propia familia. A lo largo de su vida, estudia la flora del nuevo continente y describe nuevas especies medicinales como la quina, té de Bogotá, canela o guaco, pero también funda, no sin batallarlo, un jardín botánico y un observatorio astronómico en Bogotá. La Inquisición le persiguió, a pesar de sus hábitos, por enseñar el sistema copernicano, pero se carteó Linneo y el mismísimo Humboldt acudió a visitarle y a presentarle sus respetos.

El próximo sábado, a partir de las 13 horas y en el marco de la Feria, Canal Sur estrenará un documental sobre su figura y la Diputación presentará su libro El Arcano de La Quina, un tratado a caballo entre la medicina y la botánica, en el que describe siete especies de quina y hace importantes observaciones acerca de cada una de ellas. Sus estudios servirían, andando el tiempo, para combatir la malaria, una de esas enfermedades de las que Occidente ya cree sentirse a salvo.

Hay un retrato suyo en el museo municipal, que se reprodujo una vez para ilustrar los billetes de 2.000 pesetas, en el que parece mirarnos como lo que somos: un hatajo de bichos raros. En los tiempos que corren está claro que quizá todo esto carezca de glamour pero qué gran novela podría escribir Jesús Maeso con estos mimbres.