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Corrida de arte menor
El descastamiento de los toros de Juan Pedro Domecq enciende las alarmas en la fiesta. Sólo Cayetano triunfó. El Cid y Manzanares se fueron de vacío
Actualizado: GuardarLos peores presagios que existían en torno a la corrida de Juan Pedro se han cumplido. Por desgracia. Los tristes precedentes vividos en la pasada Feria de Sevilla se repitieron ayer en Jerez. Los toros de tan acreditada vacada ofrecieron un auténtico recital de su inconfundible arte -menor, por supuesto- consistente en derrochar hasta la extenuación una nobleza sosa y bobalicona, en carecer del más mínimo halo de casta, de fuerza y de poder, en hurtar al espectáculo, con su desrazado comportamiento, del menor atisbo de intensidad y emoción. Toros artistas los llaman.
Mientras las consideradas figuras del toreo los sigan exigiendo, mientras las empresas, por esto mismo, los sigan contratando, y mientras los públicos, bonancibles, los soporten y hasta los jaleen, seguiremos deleitándonos con los toros artistas durante mucho tiempo.
Estupor y desasosiego producía ver a diestro tan poderoso y clasico como El Cid, esbozar un conato de faena frente a dos animales huidizos y acobardados. Cuando aún son recientes sus hazañas frente a toros vibrantes y encastados, a los que vencía en valiente lid y blandía con orgullo el refulgir triunfante de su tizona. Su leyenda, como la de su tocayo El Campeador, se forjó a base de batallas contra huestes aguerridas y no contra enemigos mansos y entregados. Es por eso que su Cantar fuera escrito en dodecasílabos de arte mayor, pues grande fue su empeño y grande su proeza.
Ante embestidas tan nobles y pausadas como las desplegadas por sus oponenetes, el Cid de Salteras, que no el de Vivar, dibujó mecidas verónicas, lentas y garbosas, pero sin la emoción y garra necesarias para que calaran en los tendidos. Poco antes de que su primero se parara definitivamente, tuvo tiempo para plasmar una tanda de naturales, ligados, largos y suaves, y rematarlos con afarolado y pase de pecho. Aseado pero sin chispa, aprovechó la nobleza, la bondad, y la fijeza del astado. Pero al conjunto le faltó la transmisión de la que el toro carecía.
El cuarto de la suelta manifestó de salida su clamorosa mansedumbre. Tras topar con el capote de El Cid, huía con desesperante sosería de la suerte. Muleta en mano, dio distancias el torero y aprovechó la inercia del viaje del burel para embarcar su embestida y conseguir dos series cortas y ligadas de derechazos. La primera poseyó cierta prestancia, mas la segunda resultó embarullada y sin acople. Otorgó a su oponente unos segundos de respiro, asió el engaño con su mano iz-quierda, procedió al cite del primer natural, pero ya el toro no se movió. A efectos taurinos, aquél toro había dejado de existir. Parado, inmóvil e indolente, había dado por terminada y por perdida la pelea de forma prematura. Sutilezas del arte.
El colorado ojo de perdiz que hizo segundo, perdió las manos bajo el capote de José María Manzanares, para después tambalearse a la salida del correspondiente simulacro de puyazo. Mucho empeño y evidentes deseos de agradar derrochó este torero durante toda la tarde. Un bello cambio de mano enlazado con el de pecho fue lo único destacado de una actuación en la que los pases, por imperativo del toro artista, se sucedían de uno en uno, en intermitente y nada convincente goteo de torería.
Hasta el bonancible público jerezano, harto ya de tanto arte, hizo sonar las palmas de tango cuando vio al quinto mansear más de la cuenta y rodar por la arena antes de tiempo. Como sus hermanos, fue un toro rebrincado, soso, incómodo para el torero, desesperante para el público y demencial para la fiesta.
Cayetano, que contó con los dos ejemplares que más embestidas regalaron, esbozó muchos conatos de quites capoteros, con resultado artísticos desiguales. Valiente, porfión y decidido, consiguió pasajes estimables. Sobre todo ante el que cerraba plaza, con el que dibujó cuajadas series en redondo, abrochadas con hondos pases de pecho. Con el toro acobardado en tablas, puso rúbrica a la tarde con una estocada caída. Lo cual no fue óbice para que le solicitaran y le concedieran las dos orejas. Y se puso fin a un festejo que fue un verdadero poema. Poema de rima mala y metro corto, poema de arte menor.