Opinion

Dignidad de víctima

Los abusos sexuales a los que Josef Fritzl comenzó a someter a su hija Elisabeth cuando tenía once años, y que le llevaron a encerrarla precisamente cuando podía liberarse del acoso paterno, sólo podrían explicarse por un sentido depravado de posesión y por la posibilidad de ejercer tan descarnada violencia en la impunidad y el secreto que le brindaba su casa. Probablemente, al descubrir su padre el poder que era capaz de ejercer sobre Elisabeth, ésta se convirtió en víctima continuada de los más bajos instintos de su progenitor. Violencia que trasladaría al posterior cautiverio de los hijos que la obligó a engendrar. Cuesta admitir que alguien sea capaz de algo así. Pero ni los detalles de la doble vida de Josef Fritzl, ni la descripción de su brutal psicología, ni las sospechas de connivencia o de silencio cómplice a su alrededor, deberían acabar relegando lo más importante: el atroz drama que han soportado y que continuarán padeciendo sus víctimas.

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Porque si increíble resulta que alguien actúe así, igual de difícil es imaginar cómo puede reponerse de tan implacable y prolongado calvario una mujer que ya desde niña fue desposeída del dominio sobre su cuerpo, sometida al incesto y obligada a dar a luz entre tinieblas a hijos e hijas que tampoco pudo proteger. La estremecedora figura del violador confeso ocupará el espacio visual del que deberá quedar velado el rostro de sus víctimas. Pero ello no tendría que convertirse en una proyección ampliada, entre espeluznante y morbosa, de la narración del crimen; muchos de cuyos detalles sólo pueden poseer un valor judicial o un interés clínico. Ha de ser la dignidad humana de Elisabeth y de sus hijos la que prevalezca sobre la transmisión informativa de todo cuanto esclarezca la investigación en marcha.