THE BOSS. Bruce Springsteen en uno de sus espectaculares conciertos.
Cultura

El rock ya no protesta

Cada 25 de abril desde hace 34 años en algún lugar suena 'Grândola, vila morena'. ¿Qué queda del compromiso político y social de los músicos?

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Desde que los esclavos africanos pusieron el grito en el cielo cuando pisaron por primera vez América, la música popular ha servido como vehículo para mostrar la disconformidad ante el orden establecido y denunciar situaciones de injusticia. El blues, germen de todo lo que vino después, fue la primera forma de canción protesta; en sus doce compases recogía los lamentos y rezos con los que los esclavos acompañaban las interminables jornadas de trabajo en los campos de algodón. Por aquel entonces, comienzos del siglo XX, los obreros blancos estadounidenses también utilizaban las canciones como arma de denuncia. Condenado a muerte y ejecutado en 1915, el cantante y sindicalista Joe Hill plantó la semilla folk que a finales de los cuarenta recogieron músicos comprometidos con los derechos civiles como Paul Robeson, Pete Seeger y Woody Guthrie. Seeger llegó a incluir en su cancionero himnos del bando republicano español, y del segundo suele recordarse la frase que lucía en su guitarra: «Esta máquina mata fascistas».

Luego llegaron Bob Dylan, las respuestas que soplaban en el viento, la inocencia hippie del verano del amor y el desencanto de Mayo del 68. La canción protesta cambió el inglés por el español. Al franquismo todavía le quedaba un rato y en Latinoamérica las dictaduras se contagiaban como el sarampión. Aquí, la influencia del folk americano apenas se redujo a los primeros discos del bardo de Duluth y los pinitos en español de Joan Baez. La música de Chicho Sánchez Ferlosio, Joan Manuel Serrat, Lluis Llach, Paco Ibáñez, Pi de la Serra y Raimon hundía sus raíces en la poesía clásica española y la música mediterránea. Siempre estuvieron más cercanos a la sensibilidad francesa (Brassens, Brel, Piaff) y latinoamericana (Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui, Víctor Jara, Mercedes Sosa) que a la tradición anglosajona.

Pero Franco hace tiempo que murió, Barack Obama puede ser el próximo presidente de Estados Unidos y en Sudamérica los militares han sido sustituidos por las multinacionales. ¿Contra qué protestan los cantantes hoy en día? ¿Queda algún resto del compromiso político que caracterizó a buena parte de la música facturada hasta los setenta? Desde los tiempos del punk se protesta más bien poco. Vivimos en la sociedad del bienestar y cuando uno se siente satisfecho resulta difícil encontrar motivos para cabrearse. Los días en que Paco Ibáñez tenía que exiliarse en el Olimpia de París o Lluis Llach era perseguido por cantar un himno hoy inofensivo como L´staca son historia. Y no precisamente reciente. A quienes no han cumplido la treintena les sonará a broma que Serrat fuera vetado para ir a Eurovisión por querer cantar el La la la en catalán (aunque la auténtica broma sea el chiki-chiki de Rodolfo Chiquilicuatre).

En las calles

Una vez desaparecidos los destinatarios de la protesta sólo quedan dos opciones: dejar de quejarse o encontrar otra diana sobre la que lanzar los dardos: el poder de las grandes corporaciones (discográficas incluidas), la guerra de Irak, la inmigración y la globalización están ahora en el punto de mira. Radiohead denunciaban en su álbum Ok Computer la alienación del individuo en la sociedad de consumo. Para la banda de rap-metal Rage Against The Machine, el diablo son las multinacionales: «Creyéndote todas las mentiras que te están contando. Comprando todos los productos que te están vendiendo. Ellos te dicen ¿salta! Y tú respondes ¿a qué altura?» (Bullet In Your Head).

La errática política exterior de la Administración Bush ha colmado la paciencia de estrellas del rock como REM, Dixie Chicks, Steve Earle, Neil Young y Bruce Springsteen. Algunos compartieron escenario en la gira Vote For Change, en la que pedían un cambio en la presidencia del país. Tras recuperar la herencia folk de Pete Seeger en We Shall Overcome, el jefe Springsteen arremete en su último trabajo, Magic, contra la invasión de Irak: «¿Cómo pides a un hombre que sea el último en morir por un error?», se pregunta en el tema Last To Die. Aunque parezca que ha recuperado parte de su actitud contestataria, el rock sólo sufre una fiebre pasajera que remitirá cuando Bush se vaya a su rancho de Texas. El problema es que los tiempos han cambiado y hoy resulta difícil creerse a Bono (U2) o Chris Martin (Coldplay) arengando contra la pobreza cuando viajan en jet privado. El compromiso político y social es sólo una disculpa para organizar macroconciertos filantrópicos (Live Aid, Live 8...) sólo rentables en términos de imagen para los dinosaurios del rock.

También hay excepciones, claro. «Pá una ciudad del Norte yo me fui a trabajar, mi vida la dejé entre Ceuta y Gibraltar», canta Manu Chao en Clandestino, crónica del triste viaje de un inmigrante sin papeles y perfecta demostración de cómo hacer música comprometida sin caer en el panfleto. Y encima se puede bailar. Al igual que el hip hop. Porque el hip hop, como su abuelo el blues, es ante todo una forma de protesta. A finales de los setenta, los jóvenes afroamericanos de los suburbios cogieron el micrófono para escupir su desencanto vital sobre los ritmos de Kraftwerk, James Brown y Afrika Bambaataa. Rimas inflamadas de rabia y frustración que se extendieron desde Nueva York por el resto del mundo.

El enemigo ya no es un señor bajito con bigote y voz aflautada. Ahora el enemigo es el trabajo precario, el precio de la vivienda, la violencia de género, el futuro incierto cuando naces en el extrarradio... Y éste es el alimento del hip hop. En 2008, los cantautores no llevan pantalones de pana y guitarra acústica; calzan Nike y visten chándal. Y su arma sigue siendo la palabra.

Los isleños Hipnotik, por ejemplo, dotan a sus rimas de fuerte compromiso social. Sólo hay que echar un vistazo a su último trabajo, Carnaval, que no para de sonar en las principales cadenas y programas de vídeos del país, como Sol Música o Canal Fiesta. Sus letras, reivindicativas, crítican la imagen tópica de los andaluces y recuerdan a los paisanos que se vieron obligados a emigrar a Cataluña o Castellón para asegurarse el sustento.

Otros ejemplos de protesta dentro de la escena del rap nacional lo constituyen los sevillanos SFDK o la jerezana Mala Rodríguez, cuyo nuevo disco, Malamarismo, acaba de ser reconocido como el Mejor Álbum Hip Hop en la última edición de los Premios de la Música. Así, en una de las canciones, Nanai, la provocadora rapera arenga a las mujeres a sublevarse ante los comportamientos machistas y mezquinos de los hombres.