Mar Adentro | Memoria de Lolo Adrada, en el día del Libro
Hoy que se celebra el Día del Libro y que Mercedes Escolano presenta una nueva tanda de entrega de sus audaces Siete Mares -excelente aguja de marear del verso-, quizá sea el momento de recordar a escritores que quizá no lo fueran o lo fueron más que nadie. Uno piensa en Carlos Moñiz, agitador poético de la Algeciras de la transición cuya misteriosa muerte dio mucho que pensar y poco que investigar. O, sobre todo, en Lolo Adrada, aquel poeta gaditano que a decir de Javier Villán sólo escribió un verso en su vida, sobre una enorme pared de la localidad madrileña de Getafe. Sin embargo, en la intimidad, hablaba de Chesterton y de Togliatti con la misma familiaridad como si fueran jugadores de fútbol o contraltos de comparsa.
Actualizado:Era cojo «de ciento ochenta grados», según refería Antonio Hernández en su impagable Guía Secreta de Cádiz. Y José Ramón Ripoll y Jesús Fernández Palacios se lo toparon como mendigo en Córdoba, al estilo de Jean Genet, hacia el ecuador de los años 80. Poco más se sabe de sus andanzas desde entonces. Corrió la especie de que acabó en un manicomio, cuando existían los manicomios. O que la muerte vino a visitarle y se quedó para siempre a reir sus ocurrencias: «Cuando un día llegó a Madrid, apareció a las seis de la mañana por mi casa -reseñaba Hernández-. Durmió y se hizo rosa sobre las dos de la tarde. Comimos y me dijo que iba para Barcelona porque le había salido un trabajo en Las Ramblas. Pero como a los veinte días todavía estuviera conmigo, le pregunté: 'Lolo, ¿cuándo te vas para Barcelona?'. Y me contestó con una de las suyas gloriosas: '¿Yo qué, yo soy adivino, acaso?'».
Quienes le trataron, dicen que Lolo Adrada estudió peritaje pero se hizo payo canastero: andarríos en tránsito por un país en transición, se cuenta que cuando la Guardia Civil le pedía la documentación y como él careciera de carnet de identidad pasaporte o similares, abría pomposamente su cartera y le mostraba un recorte de prensa en el que aparecía en una foto al lado de José María Pemán. Mejor salvoconducto, imposible, para hacer ver que era gente de orden y un hijo pródigo de la literatura que nadie sabría decir a ciencia cierta si hubiera merecido un mejor lugar como autor o como personaje. Otro tanto le ocurría a un mellizo suyo al que conocieron como El Tigre. Hijos de un antiguo secretario de Diputación, se jactaba de conocer al dedillo el fondo del mar: «Yo sé que existen tesoros hundidos en La Caleta. Yo he visto algunos de ellos, al doblar un bosque de algas y a mano derecha de donde suele pararse un caballito de mar», cuenta José Manuel Caballero Bonald que le refirió un día.
Y es que ambos hermanos inventaron el realismo mágico mucho antes de Carpentier, García Márquez, Vargas Llosa o Mujica Laínez. Pero tenían mucha más gracia que todos ellos juntos. Seguro que a Miguel de Cervantes, a William Shakespeare y al Inca Garcilaso de la Vega, cuya triple muerte se conmemora hoy, les hubiera gustado más tratar con ellos que con ciertos próceres literarios más propensos a las pamplinas de la Plaza Mina que a la poesía de la vida cotidiana. Pero tengo para mi, por lo que me cuentan sus amigos, que, entre verso y prosa, lo que realmente le gustaba a Lolo Adrada eran los librillos de papel de fumar, aquellos con la hoja roja a la que Miguel Delibes dedicase una espléndida narración. A mi, de vez en cuando, me ocurre igual, pero ignoro cuando se celebra su Día.