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INTELECTUALES. Fernández Moratín fue uno de los escritores de la época.
Cultura

La lenta ilustración

Francia fue el modelo de los intelectuales españoles de primeros del XIX por eso la invasión supuso una fractura de amplio calado en la literatura

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Los acontecimientos que ocurren el 2 de mayo de 1808 y las consecuencias que se derivan de ellos en la Guerra de la Independencia suponen una ruptura radical en el decurso hacia una modernización de la literatura española que se había iniciado en las postrimerías del siglo XVIII desde posiciones ilustradas y que iban ganando terreno en los primeros años del nuevo siglo. Se ha hablado muchas veces de un período prerromántico en la literatura española, pero es evidente que si éste se da es en convivencia con el influjo de la Ilustración, estableciendo una continuidad entre el último tercio del siglo XVIII y los primeros años del siglo XIX; y no olvidemos que es del ideal ilustrado y de su triunfo en la Revolución de 1789 de donde ha de surgir el movimiento que en Europa se denominará propiamente como Romanticismo, al mismo tiempo como réplica y culminación de aquél.

En consecuencia, debemos aclimatar el espacio cultural español de la época al de su contexto general, y evaluar efectivamente los elementos de renovación que aportan las obras de Meléndez Valdés, de Nicasio Álvarez de Cienfuegos o de Quintana, en un contexto en el que se integran también las Noches lúgubres, de Cadalso, publicadas por primera vez en 1789-90, la Memoria del castillo de Bellver (1805), de Jovellanos.

Pero también El delincuente honrado (1773) escrita tan sólo un año después de la Raquel, de García de la Huerta, y las principales obras teatrales de Leandro Fernández de Moratín (La mojigata, 1804; La comedia nueva y El sí de las niñas, 1805), o aquellas que, tras la Real Orden de 21 de noviembre de 1799, traducidas (Schiller, Molière, etc.) u originales (Quintana, María Rosa de Gálvez, etc.), comenzaron a publicarse a partir de 1800 en los seis tomos del Teatro Nuevo Español, con el ánimo de reformar el gusto teatral y hacer del género un «espectáculo capaz de instruir», como quería Jovellanos en 1796 en su Memoria sobre espectáculos y diversiones públicas, a una población que a la altura de 1800 era analfabeta en el 94%.

En ese contexto han de encuadrarse, por ejemplo, obras como Cornelia Bororquia o La víctima de la Inquisición, cuya segunda edición aparece en París en 1800, que adelanta la crítica anti-inquisitorial que culminará años más tarde en el exilio el afrancesado Juan Antonio Llorente en su Historia crítica de la Inquisición en España (1817-1818); la novela gótico-sentimental El Valdemaro (1792), de Vicente Martínez Colomer; La Serafina, de José Mor de Fuentes, autor del Bosquejillo de la vida y escritos (1836) y protagonista en 1808 de los hechos del sitio de Zaragoza, y que enlaza con la novela sensible inglesa e incluso con el Werther goethiano; La Eumenia o la Madrileña (1805), de Gaspar Zavala y Zamora, autor de más de setenta obras dramáticas también se inscribe en esa línea de novela sensible; Eudoxia, hija de Belisario (1793) y El Rodrigo (1793), de Pedro de Montengón, autor del Eusebio y jesuita expuso en 1801, que tal vez adelantan los orígenes de la novela histórica; El Decamerón Español (1805), de Vicente Rodríguez de Arellano, inspirado en fuentes francesas, que ilustra junto con la Nueva colección de novelas ejemplares (1790), de Martínez Colomer, y La Leandra (1797), de Valladares de Sotomayor, la novela moral y educativa en el cambio de siglo.

La imaginación, como Dios actuando en el hombre, un sentimiento renovado de la naturaleza y una concepción simbólica y mítica de la escritura son rasgos que definen la sensibilidad romántica y que dejan huella indeleble en el «fastidio universal» del que habla en 1794 Meléndez Valdés, en la «tristeza universal» de que habla Cienfuegos en El otoño, en la truculenta versión de The Castle Spectre, de Matthew Monk Lewis, que Quintana hace en El duque de Viseo (1801), con los mejores elementos de la moda de las gothic tales emergente en Inglaterra, o en el Tediato, que algunos años antes se enfrentaba al suicidio en la obra de Cadalso.

Ideas reformistas

La soledad, la melancolía, el tema sepulcral, la estética del terror (que triunfará treinta años más tarde en la Galería de Espectros, de Agustín Pérez Zaragoza), la angustia existencial, la voluntad prometeica, pero también la conciencia igualitaria, la voluntad reformista, la fraternidad universal, etc. son elementos que caracterizan el espíritu de los intelectuales más avanzados a la altura de 1808, que beben sus ideas en los modelos franceses, alemanes y anglosajones, pero que no necesariamente han de vincularse con un espíritu liberal, puesto que una buena parte de la producción de estos años procederá de lo que se ha denominado como romanticismo reaccionario. De ahí la quiebra que se produce en la conciencia ética (y consecuentemente estética) de aquellos afrancesados que contribuyen a la transformación ideológica, social, política y literaria de la España de la época, cuando se produce la invasión de las tropas del país vecino y estallan las revueltas de mayo en Madrid: por un lado, Francia es el modelo ideológico y cultural que puede desterrar la incultura arraigada en el suelo patrio; por otro, el Ejército francés es el invasor, y, por lo tanto, el enemigo. La elevación de lo popular a categoría estética tiene como contrapartida la aceptación de su poder y la renuncia a un proyecto, como es el ilustrado, de renovación desde arriba.

La Guerra de la Independencia polarizó la intelectualidad que decididamente se entregaron a la lucha con todos sus medios, incluidos los literarios; Antonio de Capmany lo declararía en su Centinela contra franceses: «No es éste tiempo de estarse con los brazos cruzados el que pueda empuñar la lanza, ni con la lengua pegada al paladar el que puede usar el don de la palabra». Sin embargo, en sus Letters from Spain (1822), José María Blanco White, que había colaborado con Quintana en el Semanario Patriótico, confesaba: «Si los españoles de clase media y alta no hubieran sido educados en los más estrictos hábitos de reserva respecto a los asuntos públicos ( ), creo firmemente que la nueva dinastía francesa habría obtenido el asenso de una mayoría considerable de nuestra hidalguía».

Victoria y exilios

En agosto, en el Diario de Madrid, Juan Bautista de Arriaza da a conocer su Himno de victoria y por esas fechas compondrá sus Recuerdos del dos de Mayo. (Canción elegíaca). Juan Nicasio Gallego, evocará en El dos de mayo el ejemplo de Daoíz y Velarde. La poesía popular creó en esos meses varias Recetas para deshacer Napoleones o para hacer franceses.

Pero es en el teatro donde se van a emplear mejor las armas de la propaganda política, y a las evocaciones del Pelayo (1805), de Quintana, que seguía el de Jovellanos, seguirán obras de carácter marcadamente combativo como La sombra de Pelayo y La alianza española con la nación inglesa, de Zavala y Zamora, etc. todas ellas estrenadas en 1808. En La viuda de Padilla, compuesta en la Cádiz constitucionalista de 1812, Martínez de la Rosa trata precisamente el tema de la colaboración con el enemigo en un momento en que los afrancesados están a punto de emprender el camino hacia el exilio.