OPINIÓN

El Gobierno de las mujeres

Una de las primeras decisiones que tomó Zapatero nada más ganar las elecciones fue la de comunicar a Carme Chacón que quería nombrarla ministra de Defensa, lo que la convertiría en la primera mujer al frente de un cometido no sólo reservado históricamente a los hombres, sino blindado ante cualquier atisbo de feminidad. Cabe preguntarse si en ese instante de expectativas y zozobras íntimas, la destinataria dudó sobre la conveniencia de aceptar o no. Si a pesar de lo sinceramente honrada que parece sentirse por su nueva responsabilidad, tuvo un momento de flaqueza y se cuestionó para quién era más importante su elección: para ella o para el presidente del Gobierno, cuya decidida apuesta por la igualdad de sexos está empezando a proyectarse de un modo tan enfático que amenaza con llevarle a incurrir en esa versión más sutil y depurada del comportamiento machista que es el paternalismo.

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La presentación hace una semana de un Ejecutivo mayoritariamente femenino constituyó, en efecto, un hito histórico en un país que, a tenor de las sarcásticas y aceradas críticas que se han escuchado en los últimos días, está todavía lejos no ya de lograr la igualdad plena, sino de dar por olvidado el sexismo más rancio y aquel otro que se enmascara bajo una ironía falsamente trivial e inocente a la manera Berlusconi. Si la jornada merece ser recordada en la memoria colectiva lo es, sobre todo, por las generaciones que han precedido a Carme Chacón y también a Bibiana Aído; aquéllas de las épocas oscuras en las que el predominio de los hombres significaba la anulación casi completa de los derechos de las mujeres, muchas de las cuales llegaron a pagar con su vida, o con esa otra forma de morir que es la existencia plagada de expectativas frustradas, las consecuencias de una discriminación asfixiante. Pues bien, después de haber contribuido al reconocimiento expreso de esos sacrificios y de la lucha de tantas y tantas mujeres comunes, conformando el primer Ejecutivo paritario de la democracia y el primero con más ministras que ministros, Zapatero optó por un discurso teñido de un molesto paternalismo presidencial. Un discurso en el que no puso tanto el acento en la capacitación profesional de las elegidas como en su propio orgullo por encabezar un Gobierno que estaba protagonizando un cambio tan pedagógico.

La disociación, sin embargo, no es posible: él es quien lidera el Ejecutivo y, por tanto, quien ha permitido que el hito se consumara. El reproche viene dado por la forma de subrayar una satisfacción lógica ante una iniciativa que, lejos de poder resumirse en un triunfo del presidente o en una victoria de la sociedad democrática, es ante todo la asunción de la normalidad con que las mujeres han recuperado el terreno que se les había hurtado sólo por ser lo que son. Lo ocurrido el sábado 12 es tan relevante porque supone la admisión de lo que es justo. Porque lo anómalo no es que el Gobierno tenga por primera vez más ministras, lo anómalo es que no las hubiera tenido ya en atención de los méritos que tantas españolas llevan demostrando desde que se garantizó la posibilidad de acceso a la Educación y al mercado laboral. De ahí que nadie debería pretender convertir en deudoras a las mujeres a las que se ofrece una oportunidad a la que ellas mismas se habían hecho ya acreedoras.

Resulta difícil disentir de una medida que, en sí misma, beneficia a la visibilidad de las mujeres, rompiendo uno de los techos de cristal que todavía frenan su incorporación a los núcleos de poder. Hace cuatro años, Zapatero era un presidente de estreno pero capaz de intuir que sus convicciones ideológicas sobre la equiparación de los derechos civiles podían acabar convirtiéndose en la divisa de su Ejecutivo. El Estado se ahorró seguramente varias campañas de publicidad institucional a favor de la igualdad con su apuesta por un Gobierno paritario y, de manera singular, con la designación como vicepresidenta primera de Fernández de la Vega.