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ANÁLISIS

La frontera que nos une

En la frontera. Justo ahí. El bailaor linense David Morales se paró, virtuoso y templado, en esa delgada línea invisible pero señalada que divide un lugar de otro. Quiso plantar con fuerza su tacón en ese medido hueco para demostrar que no son tales las diferencias que nos separan. El artista deslumbró anoche en el Teatro municipal Pedro Muñoz Seca con su último espectáculo flamenco El Indiano. Levantó al público con un montaje de esos que no necesitan de atrezzos innecesarios para que el bailaor transmita. Trajo sus sones de ida y vuelta con lo puesto.

MARÍA ALMAGRO
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Morales invitó a todos, desde el principio, a hacer un viaje transatlántico. El mismo que él había hecho años atrás y ahora regresaba junto a él. Con baile lleno de sentimiento y de sentido el de La Línea se arrojó con temperamento a la escena y fue, poco a poco, con cadencia, levantando los ánimos de un público que, a veces, estuvo demasiado entregado y que no supo respetar los silencios que el ritmo de la obra exigía. Pero, ese detalle -también comprensible cuando se ve a alguien que baila con raza y corazón- no empañó el lenguaje que los pies del bailaor marcaron de principio a fin. Con la necesaria ayuda de un excelente plantel de músicos y las voces siempre en su sitio de El Ecijano, Jesús Corbacho y Rocío Bazán, David Morales dibujó sobre el escenario lo que muchos se vieron obligados a vivir en primera persona: la nostalgia de los que marcharon a otras tierras a buscar la supervivencia.

Rumbas cubanas y sones latinos se entremezclaban con crujidos flamencos en El Bache, el lugar al que El Indiano regresaba vestido como un extranjero y sintiéndose como tal bajo la condena de los años transcurridos en su ausencia, una Ausencia, justamente, a la que el maestro portuense Javier Ruibal quiso unirse. Esta vez sin su inseparable guitarra, el cantautor aparecía en el escenario para entonar el alma rota del olvido y del jamás. También, se unía al viaje de ida y vuelta la bailaora Rosario Toledo, quien interpretó a las amadas de El Indiano, las de las dos orillas. Con excelente ritmo, la artista sobresalió en oído lento y riguroso. Sus manos se plantaban en el sitio de acuerdo a la música que sonara, y sus caderas se movieron ajustadas al compás cubano, rumbero o de cante flamenco. Porque, precisamente, en eso consistía: en asumir con acentos distintos cada uno de los diálogos musicales que se entablaran sobre el escenario.

Rumbas cubanas, alegrías de Cádiz e incluso vallenato que llegaban a tornarse en flamenco y al revés. «Qué lejos está mi tierra y sin embargo qué cerca», se cantaba mientras que el público no dejaba de dejarse llevar por la emoción con olés y ovaciones detrás de cada plante. Tras el encuentro del emigrante con la amada entre juegos de miradas, movimientos de conquista y picardía bien interpretada, quedaba una de las sorpresas más esperadas; el fin de fiesta. Ruibal volvía entre aplausos a abrir la puerta de ida y vuelta y entonaba Volver, guiándose por la versión que hicieran Chano Lobato y Martirio. Rompía entonces a bailar de nuevo todo el cartel: Rosario Toledo entregada al sentimiento y David Morales dando pruebas de que lo que se había visto durante toda la noche no había sido algo casual. El Indiano volvió para quedarse.