MAR DE LEVA

Fama, sudor y lágrimas

No me digan ustedes que no se lo veían venir. Hemos dicho todos, por activa y por pasiva, incluso aquí mismo, que de unos cuantos años para acá la educación de nuestros hijos (y, en el fondo, la recepción de nosotros mismos a las consecuencias de esa educación) la hemos dejado en manos de quien no ha hecho una carrera, ni un cursillo de adaptación pedagógica, ni un máster extracurricular, ni tiene de su lado la experiencia de muchos años de estar de espaldas a la pizarra o atrincherado detrás de la mesa. O sea, que hemos quitado a los maestros y profesores buena parte de su función (aunque, no lo duden, seguimos echando la culpa a la escuela de buena parte de los males que en el mundo son, incluso de aquellos que le caen de rebote a la escuela y vienen de la sociedad de fuera), para entregárselos a los medios de comunicación de masas, esos que no se sabe muy bien quién los controla: Internet en menor medida (pero la que nos rondará, morena), y sobre todo la televisión.

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De los tiempos en que los niños de diez años nos negábamos a ir a la cama porque nos asombraba lo serio que Emilito Gutiérrez Caba recitaba aquello de Ser o no ser que a algunos nos ha marcado tanto al Libro Gordo de Petete medió un buen trecho donde los españoles nos hicimos más altos a la par que nuestra ropa se hacía más corta. La llegada de la democracia y la multiplicación de las cadenas televisivas nos fue dejando, no sé si por dejadez o por conveniencia (no soy amigo de las teorías conspiranoicas), con una gran asignatura pendiente en nuestra educación. Los planes de estudios no consensuados nos han ido legando una generación de niños listos que aprenden a pasar de curso por la mínima, con lagunas enormes en su conocimiento (¿por qué se espera tanto a enseñarlos a leer?, por ejemplo), mientras que las contraprogramaciones y el amarillismo televisivo nos han acostumbrado a buscar ser famoso a toda costa, sin tener nada que ofrecer ni nada que sea novedoso, excepto el escándalo, el equivalente de hoy a la ducha-la-cama-y-el-yesverigüé que cantaba el recordado Pepe Da Rosa. Desde aquel famoso experimento sociológico que sólo se creyó Mercedes Milá hemos instalado a nuestra juventud y a nuestra infancia en la idea de que aquí no hay que esforzarse para nada, y que la mejor manera de vivir la vida es procurar no dar un palo al agua y echarle morro, mucho morro a la cosa.

Y ahora resulta que, experimentando con el mismo formato, donde nos han presentado ya a pánfilos, zangolotinos, pilinguis, marujas, modelos venidos a menos, cantantes sin voz, periodistas que ocultan celosamente su pasado progre y todo lo gastan en cirugía plástica (porque Dios selecciona los milagros, oiga), nos llegan los concursetes con afán didáctico donde un puñado de chavales y chavalas, cuando sobreviven a la criba y la befa y mofa de los jurados seleccionadores las pasan canutas para llevarse un premio que nunca se sabe cuál es, con unas bases del concurso (lo que en el vocabulario escolar llamaríamos una «programación de aula») que cambia de día a día y a capricho de lo que quieran la audiencia, o los presentadores-profesores del programa, o los que pagan la publicidad.

Uno ve las broncas terribles que echan a esos jovencitos que, al contrario que los otros jovencitos, no se pasan semanas encerrados en una casa tumbados en un sofá delante de las mismas cámaras, y comprende que, por culpa de nuestro sistema educativo, y por culpa de las mismas teles, es quizá la primera vez en sus vidas de adolescentes de veintipocos años que alguien les canta las cuarenta, los evalúa de manera más o menos objetiva, y les dice a la cara que no hacen las cosas bien. Los chavales, claro, lloran, se dan golpes de pecho, se desesperan, y a veces tratan de expresar con su vocabulario limitado («te quiero mogollón, tía») lo que supone ese contacto con la dura realidad que han eludido, posiblemente, desde que entraron en parvulitos hasta que dejaron los estudios para perseguir un trabajo basura.

Nos hemos superado a nosotros mismos, señores. La labor de los maestros está ahora, por fin, en manos de las cadenas de televisión. Sin estudios universitarios, sin cursillos del CAP, sin homologación que valga. Mientras tanto, nuestros hijos se enfrentan el año que viene a la LOE, donde aparecen unas asignaturas de nombre tan raro y tan absurdas en sus ignotos contenidos todavía que parecen siglas en clave de alguna ex república socialista soviética.