'Best-sellereando', que es gerundio
En la mayoría de los casos, la calidad de las obras es inversamente proporcional al número de ejemplares vendidos
Actualizado: GuardarFue en los años veinte cuando se acuñó en el mundo anglosajón el vocablo best-seller (mejor vendido), con la intención de denominar el libro que conseguía vender un mayor número de ejemplares, independientemente de la calidad. Así, a lo largo de la Historia han sido best-sellers textos como el Manifiesto del partido comunista del binomio Marx-Engels, el Mein Kampf de un tal Adolf Hitler, las novelas de Agatha Christie, el Libro rojo de un tal Mao Tse-Tung o Zedong, las 'Memorias de Adriano' de Marguerite Yourcenar, el terror multi-novelado de Stephen King, el empalagoso misticismo de Paulo Coelho, y hasta la Reforma constitucional de Hugo Chávez. Sin olvidar La Biblia, que sigue siendo el best-seller de los best-sellers (lástima de derechos de autor).
Por lo anteriormente expuesto, comprobamos que, superventas socio-políticas y religiosas al margen y ciñéndonos estrictamente a la narrativa, a priori podríamos deducir que la calidad no influye directamente en que un libro se venda más o menos, y que hay best-sellers bien escritos o mal escritos. Acerca de esto no cabe la menor duda. Sin embargo, si profundizamos detenidamente en las listas de las novelas más vendidas durante un período de tiempo determinado, constataremos que en la mayoría de los casos la calidad de las obras es inversamente proporcional al número de ejemplares vendidos. ¿Quiere esto decir que los autores que no acceden al gran público son sublimes? Tampoco, al menos no todos.
Lo que se trata de dilucidar es por qué, entre los libros más vendidos, un pequeño porcentaje está bien o muy bien escrito, y en cambio la mayor parte engloba una miscelánea de obras de escasa o nula sustancia literaria, en las que Michaeles Crichton, Kenes Follett y Danes Brown, por citar sólo a tres, compiten por conjugar el mayor número de tópicos seudo histo-religio-misterio-científicos, eso sí, en el mayor número de páginas posibles, como si de lo que se tratara fuese de ocupar un espacio, no en las neuronas del lector sino en el mueble de su salón.
La respuesta es tan sencilla que deslumbra por puro contraste: es más fácil escribir mal que escribir bien o, si queremos expresarlo de otro modo, cualquiera puede escribir un libro pero sólo algunos pueden hacer literatura.
Estrategia de marketing
Totalmente al margen quedan por tanto las delirantes operaciones de marketing y las visionarias estrategias de autores más inocentes que chinchillas, cuyos resultados a veces no son los esperados, así como el singular proceso que -muy de tarde en tarde- permite que una obra que inicialmente no había sido programada para ejercer de best-seller acabe en la lista de los libros más vendidos, porque también en la literatura se infiltra sibilinamente el efecto cuántico denominado por Heisenberg efecto empeñado en manifestar una sentencia que podría traducirse como «este principio de incertidumbre es mío».
En la actualidad -entiéndase como actualidad un período aproximado de una década- los best-sellers de moda se cimentan sobre tramas que, a pesar de la suma de elementos dispares que contienen, parecen inscribirse sobre una línea casi inamovible: utilizando las técnicas narrativas del género policial que ya han demostrando su eficacia, se trata de introducir una notable cantidad de personajes arquetípicos y de moverlos a un ritmo apto a conseguir que, mientras el lector sigue la escalada de acontecimientos en espiral, no tenga el tiempo suficiente para reflexionar acerca de las múltiples incoherencias que inseminan su materia gris.
Ya tenemos el caldero adecuado, sólo nos queda ya preparar el brebaje. Como elemento imprescindible a colocar en escena lo antes posible, necesitamos un cadáver cuya muerte habrá sido todo lo sofisticada que se le antoje a nuestra imaginación; los finados siguientes se irán añadiendo cada vez que el suspense tienda a decaer en la narración. Después introduciremos una pareja protagonista susceptible de ofrecer en el momento oportuno un mínimo o un máximo -eso dependerá de la cantidad de libido con la que pretendamos salpimentar la historia- tensión sexual.
Agreguemos el mayor número posible de mitos y leyendas, lo bastante variado y polémico para generar una conspiración de índole universal; este último factor es extremadamente importante, ya que la citada conspiración bajo ninguna circunstancia podrá ser local, regional, y ni siquiera nacional: para apabullar al lector, la conspiración tendrá que abarcar indefectiblemente al planeta entero, polos incluidos, e incluso, si se tercia, a algún satélite de otro sistema solar.
Removamos ahora los ingredientes con una cuchara de piedra filosofal con el fin de que se vayan adaptando entre sí y echemos una dosis de teosofía, dos de gnosticismo, y cuarto y mitad de alquimia. Mezclemos un poco más y arrojemos al caldo un par de masones, un rosacruz, media docena de templarios, algún dios egipcio, tres o cuatro discípulos de Hermes Trimegisto, y si queremos darle más sabor a la mixtura, un sufi y un iluminado de Baviera.
Sazonar después al gusto co especias del Santo Grial, esto resultará imprescindible para levantar los pilares de toda sociedad secreta que se precie. Necesitaremos a continuación algún enclave cátaro, preferentemente Montségur por haber sido el último bastión cátaro de Occidente; una iglesia del medioevo, digamos Rennes-le-Château, un panteón en el que se pudran los huesos de un descendiente del linaje merovingio, y un pergamino criptografiado.
Evitar lo insípido
Para asegurarnos que el guiso no adolece de la menor insipidez simbológica, convendría echar, cuando el mejunje haya empezado a hervir, una ceremonia iniciática precocinada, una metempsicosis crística, un poco de bruma de la isla de Avalon para el ambiente, y una manzana bien madura del jardín de las Hespérides. Remover después a conciencia durante algunos meses (no demasiados ya que el brebaje podría cortarse) y por último, comprobar el resultado y, eventualmente, rectificar de acertijos y, si aun de este modo notamos que le falta algún ingrediente, no dudar en introducir una ráfaga del priorato de Sión en forma de caldo concentrado.
Mi último consejo, una vez finalizado el cocimiento, será el de no volver a comprobar sus productos básicos y mucho menos a modificarlos, ya que podrían fermentar. Lo más aconsejable es que envasen la mixtura y la envíen sin más dilación, antes de que les alcance la tentación de aumentar con el contenido del caldero el volumen cúbico de las cloacas urbanas, a alguna editorial receptiva, o cuando menos precavidamente surtida de la cantidad de antiácidos necesarios para ingerir el bodrio, y asimismo provista de una despensa industrial de vaselina, con el fin de que los futuros lectores absorban el libro, más que vía cerebral o siquiera oral, vía rectal aunque, eso sí de forma generalmente indolora. Que les aproveche si pueden.