opinión

Guerra en los escombros

Cualquier derrota electoral dibuja un paisaje más o menos dramático de escombros, y sobre esos escombros, que inmediatamente se cubren con tapicería de emergencia, suele estallar la guerra sucesoria, los afanes de apuntillar al líder derrotado. Ha sucedido así en varias fuerzas políticas, aunque sin el apresuramiento que Esperanza Aguirre imprime a su asalto al poder interno del PP. (El socialista Almunia no se atrincheró en los escombros de su partido al perder las elecciones generales del 2000, sino que hizo mutis en la misma noche electoral. Y Zapatero, en el congreso sucesorio, convenció a los delegados de que los escombros estaban cubiertos ya de hierba y que el futuro se extendía ante ellos como una gran sonrisa de esperanza).

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No ha hecho aún el PP un análisis ni interno ni público sobre los resultados electorales del 9-M, y sólo la dirigente autónoma Esperanza Aguirre ha criticado la actitud encogida del partido en asuntos como la homosexualidad o la despenalización parcial del aborto ante la movilización de los sectores sociales más pasionalmente entregados a la defensa del influjo que la doctrina de la Iglesia debe ejercer sobre la política. Pero Mariano Rajoy, tanto en su discurso ante la plana mayor del PP como en el reciente debate de investidura, no se ha considerado responsable ni de la derrota electoral ni siquiera de unas estratagemas «populares» sobre el Tribunal Constitucional que esta instancia calificó de «fraude de ley» y «abuso de derecho». Y tampoco de las fabulaciones mediáticas y políticas sobre una conspiración en torno a la tragedia del 11-M que tendían a anular la investigación sumarial emprendida por la Audiencia Nacional, y a las que el propio Rajoy no frenó en ningún momento sino que incluso llegó a sugerir en una ocasión que el proceso sumarial podría verse anulado.

Lo que parece una exhibición de ambiciones incontrolables, y en un tiempo que debiera ser aún de velatorio, es la orden de ataque sin cuartel que han dado los respectivos cuarteles generales, el de Esperanza Aguirre comandado por ella misma y sus edecanes autonómicos, y el de Rajoy, ramificado por territorios muy diversos pero, en apariencia, perfectamente sintonizados. En defensa de Rajoy no sólo salieron ayer desde Murcia, Valencia y Galicia sus respectivos líderes populares -Valcárcel, Camps y Núñez Feijóo, más la alcaldesa valencia Rita Barberá- sino el mismísimo Ruiz-Gallardón desde Pekín, donde pasa unos días como alcalde madrileño. Todos ellos, «sin fisuras», apoyan a Rajoy, y con Ruiz-Gallardón transmitiendo desde el imperio del Sol Naciente que no quiere a Esperanza Aguirre como presidenta del PP. Y ese «no querer» iría acompañado de la belicosidad necesaria para el cumplimiento de su deseo.

El congreso popular de junio albergará a 3.000 delegados, de los que sólo 208 serían de Madrid. Mucho tendría Aguirre que arañar votos por territorios que ahora no le son propicios para dar la batalla en Valencia a un Rajoy que ya se siente firmemente apoyado por el conservadurismo posaznarista, más abierto a la toda la amplitud social que hasta ahora, cuando sólo se intentaba satisfacer al espacio más a la derecha de la derecha, y en el que la derecha se dejaba representar.