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Filantropía

Cuesta trabajo creer que la gente es buena. Casi el mismo que aprender que hay gente verdaderamente mala que se dedica a putear premeditadamente al prójimo.

ANA LÓPEZ-SEGOVIA
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La primera vez que uno se encuentra con un hijo de puta y recibe en sus carnes todo el alcance de su maldad es un golpe verdaderamente traumático, sobre todo si se ha tenido a esa persona por amigo/a.

Sin embargo, descubrir la bondad en la gente, si uno consigue dejar a un lado el escepticismo que la vida nos obliga a cultivar, es emocionante, conmovedor.

Yo tuve la suerte, mala o buena, de descubrir la bondad de las personas en el momento más penoso de mi vida. En medio del desastre, se asomaron a mi alma la solidaridad y el cariño desinteresado de la gente.

A veces se me olvida todo aquello, sobre todo gracias a la labor de cuatro o cinco indeseables. Pero siempre aparece un gesto (una sonrisa en el autobús, un coche que para en un paso de cebra) que me devuelve la alegría de confiar en la gente.

El otro día perdí el móvil en el vestíbulo de la estación de Atocha. Me di cuenta ya en el tren y me subí por las paredes. Me imaginaba a la persona que lo había encontrado utilizando mi contrato para llamar hasta a la prima aquella de la que no se acuerda ni en Navidad.

Pues no. Hubo un alma bondadosa que encontró mi móvil y lo llevó a la oficina de objetos perdidos. Lo recogí días más tarde. Y aún miré si habían aprovechado para hacer llamadas, porque claro, una se pone tanto en lo peor, que luego le cuesta trabajo aceptar las cosas buenas. Pero nada, no lo habían utilizado.

Bien es cierto que mi móvil no vale un duro, pero no me negarán que el hecho de que me lo hayan devuelto no deja de ser una buena ocasión para pasarle un pañito limpio a la filantropía...