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El pueblo de los niños tibetanos

Dolma, una niña de 14 años, es la primera testigo de los disturbios que ha llegado a Dharamsala, el destino indio de los exiliados

PABLO M. DÍEZ
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Tiene 14 años y ya ha vivido lo que otros niños sólo ven en las películas. Pero no es ninguna heroína, sino una víctima de la represión china en Tíbet que, para garantizar su seguridad, se oculta bajo el nombre ficticio de Dolma antes de relatar su odisea.

Tras el estallido de la revuelta tibetana el 14 de marzo, Dolma es la primera refugiada que ha llegado a la ciudad india de Dharamsala. Como aquí vive el Dalai Lama y ésta es la sede del Gobierno en el exilio, la estación de montaña que se alza a la sombra del Himalaya se ha convertido en el destino de los refugiados que escapan de la ocupación china. «En Tíbet no se respetan los derechos humanos ni la libertad religiosa. No quería crecer bajo la dominación china, así que mi padre decidió enviarme a India», explica la muchacha en el centro de recepción de Mcleod Ganj, que acoge a los exiliados antes de comparecer en una audiencia con el Dalai Lama y ser destinados a los lugares que más le convengan según su edad y formación.

En el caso de Dolma, irá al Pueblo de los niños tibetanos, el colegio donde estudian 2.000 chavales de entre 3 y 20 años que han huido dejando atrás a sus parientes. El año pasado, llegaron a este centro alrededor de seiscientos niños a los que sus padres renunciaron haciendo un gran sacrificio para que crecieran en un ambiente de libertad.

Siguiendo esa triste costumbre, el padre de Dolma llegó con su hija a Lhasa en busca del guía nepalí que, por 750 euros, le ayudaría a cruzar la frontera. Allí fue donde la joven se topó con la revuelta que ensombrece los preparativos de los Juegos de Pekín. Cerca del templo de Jokhang, había dos monjes pidiendo la libertad de Tíbet y el regreso del Dalai Lama.

«Aunque se manifestaban pacíficamente, la Policía los esposó y empezó a golpearlos delante de todo el mundo, por lo que la gente se enfadó mucho», relató Dolma, quien vio a «varias personas gritando y agitando banderas de Tíbet y luego a la Policía pegándoles hasta que les sangraban la cara y la boca».

Mientras en Lhasa estallaban los peores disturbios en dos décadas, Dolma se separaba de su padre. «Viajábamos de noche y tuvimos que caminar varios días para escondernos de los soldados», desgranó la pequeña, quien casi no pudo reunir las fuerzas necesarias para seguir andando porque «apenas teníamos comida ni agua». Finalmente, el grupo cruzó la frontera con Nepal y se dirigió hasta la sucursal que el centro de recepción de refugiados tibetanos tiene en Katmandú, desde donde llegó a Dharamsala.

«Llamé a mi familia nada más llegar y lloré cuando escuché a mi padre, pero aquí seré libré», concluyó Dolma aferrándose a la amarga oportunidad que el destino le ha brindado en el exilio.