Gitanos sin papeles
No sólo los gitanitos de El Puerto fueron los más desgraciaos, que a las minas del azogue los llevaron sentenciaos. A ciento cincuenta hombres condujeron a la Carraca, según un antiguo martinete, y allí les dieron por castigo llevar piedras para el agua. Fernando Quiñones aseguraba que esta letra podría relacionarse con una leva ocurrida en agosto de 1749 por la que unos trescientos gitanos presos en Sevilla fueron conducidos en gabarras hasta la Carraca de Cádiz para realizar trabajos forzosos. Y es que la historia del pueblo gitano, cuyo necesario orgullo se conmemoró ayer en toda España y también en esta provincia, juntando a egipcianos con payos canasteros, es fundamentalmente la historia de una persecución de cinco siglos en nuestro país; y de muchos más en el resto del mundo: aún hoy, la europeísta Rumanía margina a este colectivo hasta extremos impensables, incluso asumiendo las peculiares formas de vida que asumieron para sobrevivir: «Nací gitano,/ si no soy bueno/ será por algo», reflexionaba José Heredia Maya, el poeta granadino que ayer recibía honores en Madrid junto a Bernarda de Utrera. Sobre la ancestral marginación gitana corre un sucedido que se atribuye a Fernando Terremoto, quien gustaba cambiar la letra de una cabal que originalmente decía «Moritos a caballo/ y los cristianos a pie,/cómo ganaron/ la casita santa de Jerusalén». El cantaor jerezano prefería decir «gitanos» en vez de «cristianos». En un festival, según me refirió José María Castaño, le dio una nueva vuelta de tuerca a dicho texto y cantó: «Los gitanos a caballo y los moritos a pie...». Fernanda de Utrera le salió al encuentro y le reprochó el equívoco: «Fernanda -adujo-, ¿no cree usted que ya viene siendo hora de que los gitanos vayan a caballo y los otros vayan a pie?».
Actualizado: GuardarPero al sur del sur, por fortuna, desde antiguo todo Cádiz fue ejemplo de que era posible que payos y gitanos, tirios y troyanos, convivieran sin la sombra de la sospecha mutua dividiendo a los débiles: no sólo los gitanos de El Puerto o los de La Carraca fueron desgraciaos, sino cualquier payo heterodoxo que no comulgara con las ruedas de molino del poder absoluto. En esta tierra, al menos, comunidades gitanas, bien nómadas o andarríos, se asentaron: ciudad de los gitanos, llamó con justicia a Jerez Federico García Lorca. Allí, ser gitano conforma incluso una cierta aristocracia hasta el punto de que se llega a discriminar como payo a un excelente cantaor como El Capullo, cuando siendo hijo de madre gitana su padre no llevaría dicho linaje, según el imaginario popular. Pero que nadie se engañe, más allá de la etnia, hubo otras supuestas razas irreales de las que echar mano para perpetuar la discriminación. Incluso entre los gitanos de Jerez, hubo distingos entre pescaderos y gañanes, entre Santiago y La Plazuela o, en la ciudad toda, entre caballeros y caballos. No era lo mismo ser Domecq que ser cualquiera otra cosa.
«Aquí, en Santa María, nunca hubo eso de payos o gitanos. Se era flamenco o no se era», sentencia Chano Lobato, evocando un tiempo y un espacio cuando la ternura y no la ira pronunciaban palabras entrañables como gachocita y gachó, tomatuno o cebolluna. Ojalá este viejo maestro mestizo del cante no sólo hable del pasado, sino del futuro común, mucho más allá del Barrio, más allá de Cádiz, más allá de una España en la que, tan sólo desde 1978, los gitanos son legalmente iguales al resto de los españoles aunque las viejas llamas de Martos, Loja y Mancha Real se empeñaron luego en seguir negándolo. Cierto es que aquel fuego racista se apagó pero quedan rescoldos. El día menos pensado y tal como pinta el mundo, no me extraña que algún iluminado exija permiso de residencia a estos españoles que anduvieron sin papeles durante 500 años.