Los amigos de Azcona Grisura en el cielo y en la sección oficial
Colegas y admiradores del genial guionista riojano recientemente fallecido le rinden homenaje en Málaga
Actualizado: GuardarRafael Azcona tituló una de sus primeras novelas Los muertos no se tocan, nene. Ayer, sus amigos profanaron gozosamente su memoria para recordar «al profesional de más categoría que ha tenido el cine español», en sabia definición del director José Luis García Sánchez. El Festival de Málaga consagró la jornada al guionista riojano, fallecido el pasado 24 de marzo a los 81 años. Los amigos de Rafael Azcona reunió en una mesa redonda a quienes tuvieron el privilegio de compartir mesa y mantel con un genio humilde y discreto. «Si Rafael nos escuchara nos correría a hostias», advirtió David Trueba.
Y es que al autor de películas fundamentales del cine español le espantaba el halago. Lejos del panegírico trascendente, sus colegas trazaron un perfil humano a partir de anécdotas tronchantes y terribles, como esa España negra que Azcona capturó en El verdugo y El cochecito. «Pasó de no existir a morirse», resumió Bernardo Sánchez Salas, estudioso de su obra. Hasta que los Trueba vencieron su recelo a la exposición, era algo así como el Salinger del cine español. «Unos pensaban que era un seudónimo, otros que un guionista italiano...».
Lo cierto es que Azcona nunca se escondió. Se consideraba «la asistenta» del director. Eligió quedarse en un segundo plano para evitar los bofetones de la autoridad, a quien tanto despreciaba. Era «un observador de la vida», recordó el periodista Ángel Sánchez Harguindey. Quedaba con Berlanga para escribir los guiones en la cafetería del Corte Inglés, mientras observaba de reojo la sección de caballeros: esa mujer que le grita al marido '¿sube los hombros!' para ver si le tira la sisa... De ahí surgía la verdad de su prosa. «Un escuchador nato», alabó Sánchez Salas. «Nunca dejó de ir en autobús y se paraba en sus paseos para espiar conversaciones. Era alérgico a la retórica y la grandilocuencia».
David Trueba compartió con él sobremesas memorables en El Puchero. Azcona siempre procuraba no ser tema de conversación. «Decía que no había inventado nada, era un impecable gestor de su vanidad. Además de guionista, tenía un segundo empleo: negar su importancia». Vital, sanguíneo, con el pelo cortado a cepillo como si fuera un mozo adolescente, el escritor agarraba el brazo de su interlocutor antes de descargar sarcasmo cariñoso: «¿Que quieres ser guionista? Tú eres imbécil», le soltó al benjamín de los Trueba.
Sostenía que sólo copiaba la realidad, y hasta se vanagloriaba al inicio de su carrera de no tener ni idea de cine. «Al mejor pintor de la condición española lo descubrió un italiano y se casó con una americana», observó el cineasta Luis Alegre, que le recordaba bailando con Penélope Cruz en Berlín durante la promoción de Belle Epoque. Hasta que Marco Ferreri le contrató para escribir El pisito, Azcona sobrevivía como escritor en el Madrid de achicoria y colillas que dibuja en Los ilusos, novela que en breve se reeditará con correciones hechas por su autor poco antes de morir.
El café Varela, en cuyos sótanos pasaba consulta un otorrino, era su tribunal de observación vital. Comía las sobras de las tapas, aceitunas y patatas que dejaban los parroquianos. Pero nunca recordó con rencor ni acritud aquellos años. Tampoco el Logroño gélido y terrible de los años 30 y 40. Aquel chico de los recados de la fábrica de pastillas de café con leche El Avión se bebía la calle Laurel y emborronaba cuartillas con el mismo sentido del humor lúcido y conciso que siempre le acompañó. Siempre tuvo perro, y cuando le defendían la superioridad del gato como animal de compañía zanjaba: «¿Tú conoces algún gato policía?».
Whisky en Ibiza
Azcona sentenciaba que en España le habían enseñado el buen morir y en Italia el buen vivir. Pasó una larga temporada en la Ibiza anterior al turismo. Vivía en una pensión, y ni siquiera le llegaba para pagarse el pasaje a la península. Cuando recibía dinero por giro postal se lo gastaba en whisky junto a Ignacio Aldecoa y Rafael Sánchez Ferlosio. El primer día dejó la máquina de escribir en la terraza, y cuando se animó a escribir se había oxidado. «Rafael decía que la primera vez que pensó fue en Ibiza», descubrió Trueba. «Iba en bicicleta, intentó pensar... y se cayó».
Juan Cruz ha reivindicado en los últimos años la faceta literaria de Azcona, a quien le hubiera gustado vivir más de sus novelas y menos de sus guiones: «Tuvo una vida plena, feliz y alegre. Su insólita generosidad no es muy común en el mundo de la cultura». Azcona era un lector voraz: Baroja, Kafka, Dickens... Un autodidacta que no terminó el Bachillerato y que tuvo la fortuna de encontrarse con benefactores de su erudición: un maestro de escuela que le inculcó el amor por la lectura, Antonio Mingote, que le surtía de libros...
Azcona pensaba que habría esperanza para el ser humano mientras quedara una sola persona que se acostara con un libro. «Trabajé con él durante 25 años y la única putada que me hizo es morirse», concluyó García Sánchez, que le dejó su pésame en el contestador: «Lamento que te hayas muerto, mamón». Haz reír y no te repitas, aconsejaba el maestro de guionistas como la presidenta de la Academia, Ángeles González-Sinde: «Como buen hijo de sastre, sabía que al cliente no se le señalan los defectos. Tú sólo tienes que fabricarle un buen traje con el paño que tengas». La alerta naranja por lluvias en la Costa del Sol tiñó ayer de gris el cielo y la cartelera del festival malagueño. ¿A quién se le puede ocurrir un título tan comercial como Pájaros muertos? Pues a Guillermo y Jorge Sempere, dos primos que debutan con una especie de comedia amarga que ni inquieta ni hace reír. La aparición de un pajarillo muerto en las calles de una soleada urbanización desencadena el caos en la aparentemente idílica vida de dos familias. Silvia Marsó y Alberto Jiménez protagonizan una cinta que recuerda a una versión satírica de la reciente La zona. Sus autores, que aseguran tomar como modelo American Beauty y Pequeña Miss Sunshine, reconocieron ante las desapasionadas preguntas de los periodistas que quizá podrían haber sido «más originales».
El segundo título a competición confirma la deriva televisiva del cine español. Proyecto dos incluye diálogos que exigen la suspensión de la incredulidad: «Ya sé que mi hermano y yo somos fruto de un experimento de clonación», espeta Adriá Collado, un científico al que acosan los déjà vu. En realidad, la ópera prima de Guillermo Fernández Groizard es una intriga de acción con el montaje nervioso y la textura del vídeo televisivo. Parece un episodio largo de Policías. Quizá tenga algo que ver que el director rodara todos los capítulos de la serie durante cinco años...
Al menos, la gran estrella del certamen malagueño, Miguel Ángel Silvestre, se dejó ver por fin y presentó Zhao, rodada antes de convertirse en El Duque. Va de amores interraciales y, sí, el actor se quita la camisa a los cinco minutos.