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Enrique Ponce, durante la faena a su primer toro. / EFE
SEVILLA

Exquisito José María Manzanares en la feria sevillana

Dos orejas de premio para una faena de soberbia calidad con el único toro de Juan Pedro Domecq que dio juego

BARQUERITO
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ADe pronto, y a última hora, fue la tarde de Manzanares. Las dos orejas de un toro Duendecillo de Juan Pedro Domecq, todo nobleza, de gas cumplido y justa presencia, que se arrastró mientras furiosa y a jarros caía sobre Sevilla una frondosa manta de agua. Entre charcos tuvo que cuadrar Manzanares al toro y tundirlo, luego, de estocada tendida pero suficiente. Una faena triunfal: seguida con clamores rampantes, coreada con óles de trueno, subrayada con particular finura por la banda de la Maestranza. Vuelta y media le dieron a un pasodoble que tiembla, inspira y templa: Cielo andaluz. De Pascual Marquina.

Una faena del todo primorosa: el ritmo, la cadencia, la suavidad. Pero del todo rigurosa: ligazón, encaje, firmeza, empaque. Los enganches por delante del toro para irse con él de cintura el propio torero y mecerse con natural soltura. Por dentro el ritmo de Manzanares, que acabó toreando con delicadísimo compás. Fue faena de clara resolución. Sin tanteos, que hubieran estado de más. Ya contó el primer muletazo, compuesto, y estirado el torero. Y ya contaron todos los demás. Entre rayas y en la frontera de sombra y sol y sombra. Todo ahí. Frente por frente de la grada de los músicos.

Muy generosa la faena y, por tanto, larga. Cuidadosa para dosificar el líquido fondo del toro.

Claudicante y rebrincado

Poco antes de desatarse Manzanares, la corrida había estado bajo mínimos. Hundida al arrastrarse el cuarto, un sobrero de Parladé tan poco toro y tan inadecuado como el que acaba de devolverse por flojo o por cojo o por todo un poco. Y tan deslucido como cualquiera de los tres primeros: de agónica y dócil embestida el que rompió plaza, topón, claudicante y rebrincado el segundo, sin celo ni ganas un tercero que tuvo de salida siquiera codicia. Paciente Ponce, sabio manejo; impaciente, nervioso, desarmado varias veces Castella; en son pero sin redondear Manzanares. Lo que más pesaba, con todo, era la gresca de fondo contra los toros, por ser los de menos carnes y cara de la feria, y todavía más que la gresca el invitado más molesto e implacable: el viento. Un viento que no paró de arrear y descubrir a los toreros. A Ponce lo frió. Y a Castella en su primer turno.

Pero el viento resultó clave para que la faena de Castella al quinto de corrida provocara emociones intensas. Un toro sacudido, sin riñones ni pechos, como raspa de sardina, pero descarado y muy astifino. Estrecho de sienes, zancudo, afiladísimo. Y, luego, muy gruñón, peleón en el caballo -y derribó-, de agrio y agresivo carácter, de gaita fácil, un punto incierto. Nada sencillo. Castella se fue a los medios, ahí brindó al público y el brindis se recibió con división de opiniones. Desde el platillo llamó al toro, amarrado en tablas, para librarlo con un escalofriante cambiado por la espalda, y otro más que fue tercero de serie pero no tan de largo. El viento no dejaba ni tener la muleta ni ponerla. Castella se cerró a las rayas toreando guapamente por delante y en ese terreno se jugó a puro huevo el pellejo. Rácano el premio para una faena de tanta intensidad.