Equilibrio entre el derecho al trabajo y el derecho a la empresa
Como cualquier contrato bilateral, el de trabajo también es cosa de dos. El debate no puede circunscribirse exclusivamente al carácter tuitivo o protector del Derecho del Trabajo, cuando lo que se dilucida es el contrato de trabajo. Debemos encomendarnos para encajar adecuadamente la institución contractual laboral en las circunstancias actuales, a los principios que configuran e inspiran la Unión Europea y a la Constitución Española.
Actualizado:La Unión Europea tiene su origen en la Comunidad Económica Europea, que configura un Mercado Común. Éste se sustenta en el respeto y preeminencia de las llamadas «libertades comunitarias básicas», que son defendidas por el Tribunal Superior de las Comunidades como uno de sus principales motivos de actuación. Entre ellas, aquí y ahora hay que resaltar la libertad de movimiento de personas, productos y capitales. Es decir, estamos inmersos en un mercado que tiene perfectamente definidas sus reglas y que no pueden ser alteradas por los países que constituyen la Unión, que asumen la pérdida de una parte de su soberanía en beneficio de ésta. Pero, ese mercado necesita de reglas que garanticen la realización de los principios. El régimen jurídico del contrato de trabajo, sus modalidades y sus consecuencias y efectos, deben tender a su homogenización en el territorio de la Unión, ya que de lo contrario, se podrían producir migraciones interiores que no respondan a auténticas necesidades de mercado. Además, no hay que olvidar que uno de los efectos más importantes que se derivan del trabajo en sí, son los propios de Seguridad Social, con la importancia cuantitativa que ello tiene y que desde luego sí puede influir, salvo que al homogenizarse en lo posible, aparezca como un elemento neutro a considerar y por lo tanto sin consecuencias perversas en la libre circulación de personas.
Desde esta perspectiva, la OCDE viene recomendando insistentemente la flexibilización de la legislación reguladora del contrato de trabajo, fundamentalmente referido a los mecanismos extintivos. Recomendación en la que se subrayan los inconvenientes de no adecuar esa normativa, que sí ha sido adaptada por la inmensa totalidad de países del entorno europeo. Trasladando el debate al Derecho español, hemos de centrarlo en la Constitución, considerando al efecto dos artículos. El artículo 35, derecho al trabajo y el artículo 38, derecho a la libertad de empresa en una economía de mercado. Esas son las dos hipótesis de partida en cualquier debate que se genere en torno a la contratación laboral, ya que la contratación laboral es cosa de dos, del trabajador y del empresario.
Todos los españoles tienen el deber de trabajar y derecho al trabajo, máxime, teniendo en cuenta que hoy en día un altísimo porcentaje de la población obtiene las rentas necesarias para vivir del trabajo, bien por cuenta propia o ajena. Por la otra parte, el reconocimiento de la libertad de empresa lleva aparejada la garantía de los poderes públicos que garantizan y protegen su ejercicio. Subyace en el fondo, la necesidad de conciliar los derechos antitéticos de las partes contratantes en un contrato de trabajo. Así, el trabajador tiene derecho a un salario digno y el empresario lo tiene también a no arruinarse en las situaciones de crisis, en las que demostrada la causa y existencia de la misma, los procedimientos que se instituyan para su solución, deben operar con respeto a ese derecho y de forma absolutamente objetiva, alejadas de cualquier consideración populista. A este respecto y en muchas ocasiones, la intervención administrativa ha supuesto anteponer el componente político en la resolución de los conflictos jurídico-económicos como son las situaciones de crisis empresariales, al planteamiento aséptico y estrictamente jurídico que realmente exige la resolución de una situación de esa naturaleza.
Las políticas económicas de los países de la Unión a finales del siglo XX y principios de siglo XXI pretendían el ajuste del gasto público y la mejora de la competitividad. Esta última consideración, circunscrita fundamentalmente a acciones sobre el empleo: salarios, condiciones de trabajo, flexibilidad en la contratación y en la desvinculación de la relación laboral. La pretensión y finalidad última de toda sociedad en la materia que ahora nos ocupa es el pleno empleo. La tasa de empleo en los cincuenta años anteriores aumentó mucho más en EE UU y Japón que en Europa. Mientras aquí la tasa ha descendido, concretamente en 1990 ha pasado de 421 a los 405 empleos por cada mil habitantes, en EE UU aumentó de 481 490 y en Japón desde los 505 hasta los 519. Ante este dilema, la Unión Europea pone en marcha la Estrategia de Lisboa sobre competitividad y empleo, con la finalidad de aplicar sistemas de mejora y optimización del mercado de trabajo para así adecuar la oferta y la demanda de empleo, con la pretensión de optimizar la situación y con las miras puestas en el pleno empleo. La competitividad aplicada al empleo en los términos suscritos en la Estrategia de Lisboa supone una mejora en la empleabilidad y por lo tanto en las tasas de empleo. Pero no hay que confundirlo con algo muy español, la patrimonialización del empleo de cada uno. Es decir, la pretensión es que exista trabajo para todos, porque el sistema lo demande, admitiendo el permanente ajuste de la oferta y la demanda en las empresas que de forma imperiosa deben amoldarse a las consideraciones de un mercado competitivo y global. Ello supone aceptar como natural el ciclo vital de las empresas como entes que nacen, viven y mueren, algo tan natural como la propia existencia de los seres vivos.