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CRÍTICA DE TV

Sara

Por templado y piadoso que usted sea, seguro que alguna vez en su vida ha experimentado los funestos efectos de una noche de embriaguez: cabeza pesada, estómago arbolado como la mar, miembros flácidos, humor de perros, un cierto estado de confusión que abotarga el intelecto y nubla el espíritu con brumas ominosas. Se le suele llamar resaca. Pues bien: el cuadro define con precisión el estado en el que todavía me hallo después de haber asistido, el viernes por la noche, a la aparición o, más bien, al surgimiento de Sara Montiel en Dónde estás, corazón, el desolladero rosa de Antena 3.

JOSÉ JAVIER ESPARZA
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Confieso que, cuando supe que tal iba a ser el argumento del programa, no tuve arrestos para presenciar el drama en solitario. Retuve, pues, a mi mujer a mi lado, con aquel mismo canguelo con que, de niños, nos cobijábamos tras las faldas de mamá. Así protegido, no sólo pude soportar la experiencia con expectativas de sobrevivir, sino que, además, me fue dado enriquecer el momento con ese tipo de comentarios que sólo a las señoras les quedan graciosos. Por ejemplo, cuando Jaime Cantizano anunció que la doña cumplía ochenta años, mi señora salpimentó: «A esa mujer se le ha encasquillado la década». De igual manera, cuando el resplandeciente presentador comentaba el traslado de la Montiel en una limusina con aspecto de bulldozer: «¿Limusina? ¿Limusina? -decía mi dueña-. Eso es un tractor, hombre!». Sara Montiel descendió del bulldozer, pisó suelo, transitó moqueta y ascendió escalinata entre una cohorte de admiradoras visiblemente añejas. Penetró en la Pirámide de Antena 3. Caminó hacia el trono rosa. Comenté yo: «Sí que va maquillada». Corrigió mi dulce esposa: «Maquillada, no; embalsamada». Y después, cuando la diva se derramó sobre la butaca: «Está hinchada».

Suspendo aquí el relato de los comentarios conyugales para que no vaya usted a pensar lo que no es. Sólo diré que al día siguiente, contrastando la experiencia con amigos y familiares, la mitad femenina de la parroquia enunció exactamente las mismas valoraciones sobre la protagonista. Yo ya estaba -y aún sigo- bajo los efectos tóxicos de la entrevista. Una entrevista que, en realidad, fue la misma de siempre: Sara Montiel se arrellana en la butaca, mira a la cámara hundiendo los mofletes y apretando los labios, empieza a soltar zarpazos a diestro y siniestro y, enfrente, los periodistas de turno le ríen sin cesar las gracias, con ese gesto de fascinada adulación que la gente de nuestro oficio sabe componer como nadie. Greta Garbo murió con ochenta y cinco años después de haber pasado cuatro décadas en estricto retiro, sin dejar que se le viera el rostro. No sé por qué, pero esa noche, en el sueño tóxico, soñé con Greta Garbo.