ALTITUD. El paso de Tangula marca el punto más elevado por el que pasa ferrocarril alguno en el planeta.
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Los raíles del 'techo del mundo'

El sueño de Pekín se hizo realidad en 2006 con el Transtibetano, cuyo recorrido muestra la situación que vive la región y descubre muchas de las razones de la revuelta

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LA puntualidad ya no es británica. Se ha trasladado a China, donde los trenes parten con exactitud asombrosa. El T-164 lo hace a las 20.08 horas, tal y como viene impreso en el billete. Los pasajeros siguen colocando sus maletas cuando la capital económica del país, Shanghai, comienza a desfilar por la ventanilla. Les esperan casi cincuenta horas de viaje surcando el cuarto país más extenso del mundo, y el más poblado. Un total de 4.373 kilómetros les separan de su destino, Lhasa, la enigmática capital de la Región Autónoma Especial de Tíbet, anexionada a China en 1951 tras el éxito de la invasión de Mao Tse Tung. Los 1.500 'habitantes' de la gigantesca serpiente verde forman una pequeña isla que supone una réplica en miniatura de la situación que se vive en Tíbet.

Es evidente que éste no es un tren cualquiera. Los terminales de oxígeno en cada litera y asiento, y el complejo sistema de presurización, llaman a la épica. El T-164 cubre una de esas rutas que suponen mucho más que una línea que une A y B. Vertebra un país de dimensiones continentales, y sirve a su Gobierno para asegurarse la supremacía de la mayoría china.

Limitaciones

Han en una de las regiones más remotas del planeta, sacudida periódicamente por manifestaciones y revueltas que reivindican la independencia de Tíbet. Pero hacía tiempo que las protestas de sus habitantes nativos, convertidos en una minoría en su propia tierra, no se hacían oír con tanta fuerza. La cercanía de los Juegos Olímpicos ha servido para que los tibetanos vuelvan a mostrar al mundo el colonialismo chino, cuya última arma es el Transtibetano. Sin duda, el Lhasa Express más polémico de todo el planeta. Llegar a Tíbet en tren había sido un sueño del Partido Comunista desde que se hizo con la región. Sólo las limitaciones de la ingeniería fueron capaces de retrasar su materialización. En 1984 completaron el primer tramo de 814 kilómetros, entre las ciudades de Xining y Golmud, y la ciencia ha conseguido finalmente llevar el ferrocarril a más de 5.100 metros de altura, sobre el frágil 'permafrost' que tiene que ser enfriado artificialmente para asegurar la estabilidad, y a través de túneles horadados en el hielo. El 1 de julio de 2006, las autoridades chinas inauguraron los 1.956 kilómetros restantes a bombo y platillo, mientras muchos tibetanos se echaban a llorar. No le ha salido barato al Gobierno poner fin al aislamiento del 'techo del mundo': 3.500 millones de euros, cinco años de trabajo, y decenas de vidas humanas sólo por el último tramo desde Golmud a Lhasa.

La composición del T-164 refleja el alma del sistema social chino. Al principio del viaje sólo unos pocos hablan tibetano. Son los jóvenes estudiantes que se hacinan en la última clase del tren, conocida como 'asiento duro'. El Gobierno ha concedido a las mentes más privilegiadas de este pueblo becas para estudiar en las universidades más prestigiosas de China, en lo que la autoridad tibetana en el exilio ha denunciado como un «robo de talentos» que forma parte de la sistemática política de aculturación de Tíbet. Pekín, por su parte, muestra sus programas de ayuda al estudio como ejemplo de integración social y de ayuda al desarrollo.

Un mundo diferente

Lo cierto es que ninguno de los estudiantes viste los atuendos tradicionales, y que la mayoría emprende viaje con la mirada puesta en series de televisión chinas que se proyectan en sus portátiles, o con la música de los ídolos de la etnia que suenan en sus MP3. «En Shanghai he descubierto un mundo muy diferente», reconoce una joven tibetana de primer curso de Empresariales que prefiere mantener el anonimato. «Es mucho más atractivo que cuidar de los animales o que ir en busca de plantas medicinales. Es lógico que los jóvenes tibetanos prefiramos esta forma de vida. Lo que hay que hacer es buscar un punto intermedio para que no muera nuestra cultura». Las dos primeras clases tienen marcado acento mandarín. Aquí se concentran hombres que se dirigen a Lhasa en busca del trabajo que el Gobierno les ha prometido, turistas, y estudiantes han que regresan a casa con sus familias, inmigrantes que han establecido negocios en el corazón de Tíbet y que han servido de vehículo para el 'genocidio cultural' que denuncia el Dalai Lama. Disfrutan de ventajas fiscales que sirven de acicate para instalarse en Tíbet.

«En Lhasa mis padres han hecho dinero con una empresa de medicina tradicional», reconoce Mei Mei, de 21 años, estudiante de Derecho. «Ahora todos nos hemos trasladado allí, aunque yo estudio en Shanghai». El suyo es un claro ejemplo de la política gubernamental para hacer de los tibetanos una minoría en su propia tierra, que alberga a 2,8 millones de personas.

Pero es evidente quién saca la mayor tajada. En el Transtibetano viajan también cientos de toneladas de bienes de consumo y de alimentos producidos en China. Desde su entrada en funcionamiento, han llegado por esta vía 620.000 toneladas. Sin embargo, de regreso, el ferrocarril va casi vacío. Tíbet sólo ha exportado 44.000 toneladas, básicamente agua mineral, a pesar de que el tren ha abaratado los costos de transporte en un 60%, y ha rebajado la duración del trayecto a la mitad.

China desfila por la ventanilla. Atrás quedan las planicies de pesados grises industriales y gigantescos rascacielos. También los bosques del centro del país, en los que habita la mayoría de los 800 millones de campesinos. El Transtibetano cruza una barrera invisible y se ve inmerso en un bosque helado de tonos ocres.

A partir de Xining, la capital de la provincia Qinghai, el altímetro del panel de control empieza a dar miedo, y el exterior de la serpiente de metal aparece completamente congelado. Hace tiempo que el mercurio abandonó el cero para seguir su descenso, y que las cumbres de las montañas están cubiertas de blanco.

'Mal de altura'

Y no tardan en aparecer muecas de desagrado entre los pasajeros chinos. Muchos incluso se apartan de los tibetanos, y murmuran. «Son como animales». En la venta de billetes ya se han encargado de que no haya ninguna mezcla, un hecho que se repite en el Tíbet actual, donde la interacción entre chinos y tibetanos es mínima, y el recelo, máximo. El paso de Tangula marca el punto más elevado por el que pasa ferrocarril alguno en el planeta. El termómetro cae hasta los 20 grados bajo cero y el altímetro salta a los 5.190 metros. Los gestos de dolor de los viajeros chinos y extranjeros, víctimas del 'mal de altura', contrastan con el griterío alegre de los niños tibetanos. Tíbet es un desierto marrón y blanco salpicado de motas negras. Yaks que pastan allá donde no parece haber alimento, y pastores que saludan al tren, un nuevo elemento en su tierra para cuya definición incluso han tenido que crear palabras nuevas.