La Motorada, desde el otro lado de la barra
Trabajar de camarero durante la fiesta motera, una tarea difícil de llevar a cabo sin romper ningún vaso en el intento
Actualizado: GuardarQue tomar una copa no es lo mismo que ponerla es algo que intuía, pero que no tenía constatado empíricamente. En Kapote Kafé & Kopas me dieron la oportunidad de descartar un nuevo oficio al que podría dedicarme si abandonara el de plumilla, aunque también es cierto que la Motorada es un mal momento para comenzar de prácticas.
Llego a este céntrico local situado en plena avenida Álvaro Domecq, comprobando primero que la fiesta motera ya no es lo que era antes de que cerraran el centro al tráfico. Pregunto por el encargado, sin una idea muy clara de lo que me espera. ¿Me pondrán a trabajar como a uno más o serán condescendientes conmigo? Inmediatamente, un seguridad me conduce hasta él, que me presenta a las camareras de la barra de fuera, donde me espera parte de una dura jornada de trabajo.
Allí, de momento, explico que vengo a hacer un reportaje, pero que soy uno más. «No te preocupes, al principio asusta, pero no es difícil. Lo peor es aguantar al que viene más pasao, que en estas fechas ocurre muy a menudo», me comenta Marina Rivero, que tiene bastante experiencia en el oficio. Otras chicas que llegan luego se presentan directamente con toda la naturalidad del mundo a su nuevo compañero, y explico media docena de veces que vengo a hacer un reportaje.
Aunque doy por hecho que no tengo mucho tipo de barman, de momento me señala con el dedo un hombre desde el otro lado -nunca me había enfrentado a nadie desde esta perspectiva-, casco en la mano y con la chaqueta motera apoyada en la barra. «Un Cacique con cola», me ordena amablemente. «Sí, un segundo». Aviso a una de las chicas, porque todavía no me he soltado demasiado.
La cosa está tranquila, de momento, «aunque nada que ver con otros años, cuando cualquier sitio en Jerez a estas horas estaba a rebosar», según Marina, que sigue hablando con destreza mientras atiende al cliente. Así que sigo conversando, aunque tan metido en el papel que miro de reojo si el encargado me vigila, a pesar de que me ha dado vía libre para entrar y salir de la barra cuando quiera.
Cinco minutos de conversación y, al escuchar la palabra «camarero», me vuelvo y ya hasta entono un «dígame qué desea». «Un Barceló-cola», me responde un joven motero. Todavía no me arranco a ponerlo yo, así que aviso a otra de las chicas, Verónica, que es la primera vez que trabaja en esto, aunque está tan suelta como cualquiera de sus compañeras. «Yo había trabajado en la hostelería, pero nunca por la noche, y por ahora me está gustando mucho», dice esta joven isleña.
A la tercera va la vencida, me digo. Así que esta vez atiendo al siguiente, le pongo la copa y hasta le cobro. Se cumplen mis previsiones, excepto en lo de romper el vaso, así que, como esto no es tan difícil como pensaba, me animo a poner algunas más después.
No parece difícil el asunto, pienso, pero debe ser por la hora y porque, digan lo que digan, la Motorada este año está a medio gas, al menos a fecha de viernes por la noche. Siendo realista, si el número de copas que he servido se multiplicara por cinco en el mismo periodo de tiempo, no me habría visto capaz.
A ello hay que sumar el ensordecedor ruido de las motos afuera. Varias horas escuchando ese estruendo motero y, aparte de quedarme sordo, me temblarían las manos mientras cojo el vaso como a Tom Hanks en Salvar al Soldado Ryan ante el ruido de los morteros y granadas enemigas.
«Tienes que saber también torear a la gente, eso es lo más difícil», me explican. Así que me armo de valor y, cuando uno que viene pasao de rosca como se suele decir se da la vuelta sin apoquinar, le doy un toque de atención: «No ha pagado la consumición, caballero». Amablemente, se da la vuelta a cámara lenta y abona la copa tras pedir disculpas. Qué lástima que cuando ya me voy animando recuerdo que tengo que volver al periódico a escribir la crónica.
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