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MAR ADENTRO

Réquiem gaditano por Pilar López

Quienes la conocieron de cerca aseguran que Pilar López (1912-2008), era una fortaleza inexpugnable que sólo se abría para los afectos. Bailaora, eterna hermana de La Argentinita, se nos fue ayer con el manuscrito de Las calles de Cádiz, de Ignacio Sánchez Mejías, bajo el brazo. Quizá hizo bien en proteger aquel libreto porque, en cierta forma, estaba protegiendo una formidable historia de amor, la del torero y la de Encarnación: La Argentinita, la medio novia de Joselito El Gallo, que tras su muerte en los ruedos en 1920, vivió un idilio con otro de los grandes mitos de la tauromaquia, su concuñado Ignacio Sánchez Mejías, casado con la hermana del torero muerto. Nunca pudo divorciarse de ella pero de su amor clandestino surgió su viaje a Cádiz con Federico y el estreno en Madrid poco antes de que de nuevo la muerte apartase al amor de su camino: a las cinco en punto de la tarde, un agosto de 1934, Sánchez Mejías entraba para siempre en el panteón de la leyenda. Y ella, escoltada por su hermana Pilar, llevó su duelo a escenarios remotos donde la pena hiciera mutis por las bambalinas.

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Después de la guerra y del destierro voluntario, también La Argentinita abandonó las tablas de la vida. Y allí estaba Pilar, definitivamente sola, sin ella y sin Ignacio, sin ni siquiera Federico al que apenas volvieron a ver ambas poco antes de su ejecución. Así que ella sólo pudo refugiarse en el baile: el Ballet Español que llevó su nombre entre 1946 y 1973, compitiendo con la del legendario Antonio o la de Carmen Amaya, con quienes ya se disputaron el corazón de Broadway durante los años de los tiros. En todo aquel periodo, con la sombra de su hermana a la grupa de la memoria, Pilar fue construyendo su propio pedigrí, alternando el baile flamenco con la danza española, congeniando autores anónimos con partituras de Debussy.

Se convirtió en referente magistral para artistas como José Greco, Manolo Vargas, Antonio Gades, Farruco, Mario Maya o El Güito. Su memoria se atrincheró durante los últimos años en su casa madrileña de la calle General Arrando, donde su bienamado discípulo Antonio El Pipa intentó -de nuevo inútilmente- que le cediera el manuscrito de Las Calles, un montaje cuyas fotografías siguieron adornando su domicilio y conservando los retratos de La Malena y La Macarrona con aquel embustero Ignacio Espeleta, cuyo celebrado papel de zapatero llegó a heredar Manolo Caracol en un montaje posterior. Allí estaba ese viejo rastro gaditano, compartiendo pared con los diseños que Salvador Dalí firmó para su montaje de El amor brujo, de Manuel de Falla o la biblioteca entera de Fernando Villalón, el ganadero-poeta que se arruinó buscando una raza de toros con ojos verdes.

A Las calles de Cádiz, Pilar López siempre le guardó una devoción especial. La Agencia Andaluza del Flamenco la invitó para el estreno de Cádiz en el Falla, el pasado septiembre, pero ella no pudo o no quiso acudir. Sin embargo, aquel montaje la marcó para siempre porque constituyó su debut en el baile y su puesta de largo en la vida misma. Todavía, no hace mucho y ante los periodistas, recordaba una vieja anécdota gaditana del gran Espeleta: «Una vez hubo unas huelgas con obreros pidiendo la jornada de ocho horas. La policía hizo una batida y en una de ésas, Ignacio, que era conocidísimo en Cádiz, acabó trincado y en comisaría. El inspector fue tomando declaración uno a uno, y cuando llega a él, le dice: 'Pero hombre, don Ignacio, ¿de modo que usted también las ocho horas?'. Ignacio: 'Pero ¿qué está usted hablando? Yo, ni dos minutos».

Todo ese mundo, con ella, ya descansa en paz, pero Cádiz le debe algo.