VUELTA DE HOJA

Rafael azcona

No puede empezar diciendo eso de «corrían los años cincuenta» porque los años cincuenta se estaban quietos. Los que corríamos éramos nosotros en busca de algún cupón desprendido de la cartilla de racionamiento, entre lutos geométricos -un equilátero negro en la solapa, en memoria de alguien que murió en una orilla o bien en la otra del Ebro. Coincidimos en el Café Varela, en aquellas veladas poéticas de los viernes, bajo un cartel dibujado por Antonio Mingote, donde un gato negro se bebía la achicoria de un cliente.

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Rafael Azcona venía de su Logroño natal. Había querido ser torero, pero decidió ser poeta. Dos profesiones de alto riesgo. Debutamos juntos, entre divanes de peluche rojo, bajo un techo de chantillí y nata. El Varela era como un cafetín del Oeste, sólo que no estaba específicamente prohibido disparar sobre los rapsodas.

Rafael, que ha sido una de las personas de mayor simpatía natural que me haya sido dado conocer en mi abusiva vida, era también la de mayor lucidez. Nunca se acumuló mayor cantidad de talento en aquel ámbito que cuando él estaba solo en su mesa de mármol, hecho con una lápida y con un silencio grávido.

Miro ahora dibujos y poemas suyos. El repelente niño Vicente se me junta con lluviosos endecasílabos. Rafael abandonó la poesía, pero la poesía no le abandonó a él.

Ha sido el mayor guionista del cine español. Era dueño de un frasquito secreto con un ácido que, vertido sobre la realidad, hacía aparecer las cosas como de verdad eran.

Un mal día, nuestra Josefina Aldecoa, mi hermana electa, me dijo que estaba malo, que es lo primero que se dice de alguien que se va a morir. No le llamé, ¿para qué? Pero son ya muchos huecos. Mi agenda es un camposanto. Al noventa y tantos por ciento de las personas que he querido no puedo decirles que las quiero.