Opinion

Portavoces para la distensión

Está por resolverse todavía el debate académico del porqué el cuatrienio anterior de gobierno socialista ha sido en opinión de muchos la «legislatura de la crispación»; algunos pensamos que las responsabilidades están repartidas, aunque fue la principal oposición la que sobreactuó en los dos grandes temas del periodo, el llamado proceso de paz y la reforma territorial, aunque ello se debió probablemente a que la firma previa del Pacto del Tinell en Cataluña en 2003 (el acuerdo del que nació el 'tripartito' que gobernó la Generalitat bajo la presidencia de Maragall) abrió abismos insondables entre PP y PSOE. Lo cierto es que en el periodo 2004-2008 no sólo se han roto todos los consensos básicos sino que por esta causa han comenzado a agrietarse ciertas instituciones, especialmente las judiciales: el Consejo General del Poder Judicial debió haber sido renovado hace 16 meses -está en funciones desde entonces- y cuatro de los doce magistrados del Tribunal Constitucional debieron haber sido sustituidos por la Cámara Alta en diciembre.

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Así las cosas, la coyuntura es conocida: en las elecciones generales del 9-M, el PSOE ha renovado y reforzado su mayoría y seguirá en el Gobierno; el PP, también al alza, mantiene el liderazgo de Rajoy; y ambos partidos se han convertido en protagonistas principales de la vida pública al haber incrementado su representación conjunta a costa de las minorías, de forma que sólo sobreviven dos grupos parlamentarios periféricos, el catalán de CiU y el vasco del PNV, ambos raquíticos y en precario. Y flota en el ambiente una demanda clara de renovación de la vida política, de recuperación de cierto rigor y calidad en el debate, de una elevación del tono general desde la descalificación y el dicterio, tan habituales en el pasado reciente, hasta la controversia refinada, la negociación y el pacto.

En este marco debe inscribirse la designación del solvente José Antonio Alonso para la portavocía del PSOE en el Congreso, que ha dado pruebas de sus aptitudes en Interior y en Defensa, secundado por el brillante parlamentario vasco Ramón Jáuregui, hombre templado y cabal. De momento, Alonso ya ha merecido el elogio -chocante hasta cierto punto, después de lo que ha llovido en los últimos cuatro años- del portavoz saliente del PP, Eduardo Zaplana.

Alonso deberá negociar con el PP -en coordinación con Fernández Bermejo, quien seguirá en Justicia- la rápida renovación de aquellos órganos; en el CGPJ no habrá problema, ya que el reparto preacordado es claro: 9 consejeros para el PSOE, otros tantos para el PP y uno para cada minoría nacionalista, lo que da al PSOE cierta ventaja y al PP mayoría de bloqueo. Más compleja será la renovación del TC, en el que inexorablemente se generará una mayoría «progresista» (eufemismo que significa socialista): de los cuatro magistrados cesantes, tres fueron designados a propuesta del PP y uno del PSOE, y ahora la Cámara Baja elegirá a dos progresistas y a dos conservadores.

Pero más importante que la canalización de estas obstrucciones hacia un desenlace normalizador y razonable habría de ser el establecimiento de un clima más apacible que el vivido en la legislatura anterior. Si al temperamento moderado de Alonso se contrapone un PP que se haya desmarcado de sus exaltados valedores mediáticos, convencido de que la estrategia de la crispación que ha practicado lo conduce al desastre (es decir, a la derrota), será posible sacar de la inflamación ciertos asuntos que no deberían estar en la política concreta -la lucha antiterrorista-, resolver otros que requieren el consenso ineludible de los grandes partidos -la conclusión de la reforma territorial y el cierre del Estado de las Autonomías- y debatir creativamente asuntos que merecen nuestra preferencia, como la situación económica, que ya debe ser nuestro principal motivo de preocupación. La soberanía popular ha tenido el acierto de reforzar un mayor bipartidismo precisamente para clarificar los discursos y apaciguar la vida pública. Ahora corresponde a las dos grandes fuerzas reconocer y aceptar las pautas impuestas por el cuerpo electoral y tratar de paliar en lo posible el quebranto material que se nos viene encima. Cualquier frivolidad ante la crisis que nos llega sería una especie de inadmisible pecado de lesa patria.