El cine español se queda sin guión
Rafael Azcona, autor de películas fundamentales como 'El cochecito' y 'El verdugo', fallece a los 81 años a causa de un cáncer de pulmón
Actualizado:Fue el hombre invisible durante décadas. Rafael Azcona retrató el ser de la España negra en títulos fundamentales del cine español. Y hasta que los Trueba consiguieron que venciera su recelo a la exposición, apenas había imágenes de un mito que renegó de distinciones como ser jurado en Cannes: «No me gusta ofrecerme en espectáculo, y no por modestia, sino porque lo paso mal físicamente». En los últimos años hasta se dejaba entrevistar y asistía a la reedición de sus contadas novelas de los años 50. Su carrera literaria la sacrificó por el cine: «Ser un escritor frustrado es comodísimo, no hay que preocuparse por los adjetivos, que en el cine quedan a cargo del director, aunque a veces los administre el productor».
Rafael Azcona, el guionista por excelencia de nuestro cine, falleció el pasado lunes en Madrid a los 81 años a consecuencia de un cáncer de pulmón. Su viuda, Susan Youdelman, comunicó ayer la noticia, cuando el cuerpo ya había sido incinerado. A la cremación y la despedida civil sólo asistieron su mujer, sus dos hijos y su hermana. El autor de El pisito, Plácido, El verdugo, Belle Epoque y La lengua de los mariposas fue discreto hasta el final. Su enfermedad se conoció hace un mes, cuando fue el gran ausente en la entrega de las Medallas al Mérito en el Trabajo. Maribel Verdú recogió en su nombre un galardón a sumar a los seis Goyas, uno de ellos honorífico, y el Premio Nacional de Cinematografía.
Lo suyo no era timidez. Conversador nato, extraía su genio de una realidad contemplada con la misma mala leche y ternura aprehendidas en la redacción de La Codorniz. Sorna y costumbrismo. ¿El germen de El cochecito? Azcona observa a un grupo de inválidos que salen del Bernabéu echando pestes del Madrid: ¿Baldaos, que sois unos baldaos!.
El cine estaba llamada a nutrir su imaginario en el Logroño lúgubre y gélido de los años 40, pero Azcona odiaba los contrastes: «Aparecía en pantalla un sitio cálido, unos padres comprensivos, refrescos enormes Y luego salías a la realidad. Como no soy masoquista, no iba al cine. Había empezado a leer los periódicos con siete años. Desde entonces, nunca me ha faltado una guerra en el desayuno, y en esas guerras siempre han salido perdiendo los que no tenían ningún motivo para hacerlas».
El humor en circunstancias desfavorables ya era una marca de estilo en sus escritos, y en 1951 se traslada a Madrid para ingresar en las filas de La Codorniz. Aprende de los humoristas de aquellos años siniestros -Mihura, Neville, Tono - y vive la bohemia del café Varela, donde se escribía a máquina en los veladores de mármol y un otorrino pasaba consulta. En sus divanes podían soñar los poetas -presuntos o no- sin consumir nada. Y con derecho a jarra de agua fresca y a consultar el BOE.
Hablar el guión
El autor de novelas como El repelente niño Vicente y Los muertos no se tocan, nene se convierte en guionista gracias a un italiano epicúreo, que le adiestra en la profesión entre tascas y restaurantes. El ideal es que leyendo únicamente los diálogos no se entienda nada de la historia, alecciona Marco Ferreri, que hasta El pisito (1958) no había dirigida ninguna película. Desde entonces, Azcona patenta una expresión, hablar el guión, que resume su método de trabajo, participativo y locutorio con sus realizadores.
Sus mejores historias han surgido al calor de tertulias de bar y sobremesas opíparas. Siempre ha desmitificado su oficio: «Es un despropósito que me atribuyan un cine propio, yo escribo para los directores con los que trabajo». Así resumía su colaboración con Berlanga, que fructificó en clásicos como Plácido, El verdugo, Vivan los novios, La boutique, Tamaño natural y La escopeta nacional: «Hablamos mucho en establecimientos públicos. De cualquier cosa menos del guión y sin tomar notas. Pasado un tiempo prudencial, o sea, meses, estructuramos la historia con lo que se ha salvado del olvido y me voy a casa a escribir».
Tras un paréntesis en Italia, Azcona se convierte en indispensable para el cine español. Retrata a pícaros y quijotes muertos de hambre; a burgueses hastiados que comen hasta reventar; a aristócratas fuera de su época. Carlos Saura (Pippermint Frappé, La madriguera, La prima Angélica, Ay, Carmela); José Luis García Sánchez (Pasodoble, Tirano Banderas, la saga Suspiros de España y Portugal); José Luis Cuerda (El bosque animado); Fernando Trueba (El año de las luces, Belle Epoque)
José Luis García Sánchez acertó ayer a definir la contribución de una joya insustituible de la literatura y el cine españoles: «ha dado testimonio de lo que ha ocurrido en este país durante el franquismo, la Transición y nuestros días. El cáncer no mermó sus facultades y capacidad de trabajo: acababa de firmar el guión de Los girasoles ciegos, de José Luis Cuerda -pendiente de estreno, queda como su filme póstumo- y había reescrito su primera novela. Rafael Azcona fue, antes que nada, un currante responsable y genial. Por El pisito me daban mil pesetas a la semana para que fuera comiendo. Estaba obligado a asistir a los rodajes, y allí estaba yo, que siempre he sido muy cumplidor».