EL MAESTRO LIENDRE

Tres, dos, uno... Doce

Perdonen que no me aliste/ bajo ninguna bandera./ Vale más cualquier quimera/ que un trozo de tela triste» decía esa bendita milonga de Jorge Drexler, un tipo al que le incumbe Cádiz sólo por haberla paseado y ser de Montevideo. La frase parece troquelada para el episodio más comentado de la semana, el de la frustrada colocación de una enseña nacional XXL en la Plaza de Sevilla, donde ojalá se hubiera levantado todo lo proyectado con el mismo ímpetu mostrado con el mástil.

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Según el verso del cantautor uruguayo, las cuestiones son la bandera y la quimera. Respecto a la primera, resulta de un progre impostado e irritante tenerle alergia sólo a una. Ninguna molesta si no hiere y todas repugnan si matan (hasta las del fútbol). Puestos a despreciarlas, sería coherente hacerlo con todas. Es insostenible molestarse ante la rojigualda pero defender las tricolores y blanquiverdes o las de hoces, martillos, barras y estrellas. O molestan todas, o se acepta cada una que sea legal y vigente. La colocación de una bandera resulta de lo más irrelevante como acto complementario en cualquier gran evento, sea cultural, institucional o deportivo. El hecho de que se rompiera, por otro lado, pertenece a la categoría de lo anecdótico. A cualquiera puede pasarle y la historia está llena de botellas que nunca se rompieron al intentar botar un barco.

Lo realmente importante del episodio es la quimera, el sueño que está en juego para los gaditanos y que ha quedado cubierto de una cierta sensación de imprevisión, chapuza y planicie que resulta preocupante sólo si es contagiosa y contamina otros actos del Bicentenario. El mayor inconveniente de la bandera rasgada no es su tamaño, si se compró en El Piojito, si es mejor encargársela a Pepi Mayo ni si debe estar acompañada de la andaluza, como pide el PSOE en otra exhibición de oposición intrascendente. Lo grave sería que fuera un presagio.

Lo que preocupa a los que tienen Cádiz como quimera es qué pasará dentro de cuatro años, porque a partir de 2009 empieza un ensayo general, definitivo y vertiginoso, que correrá tan rápido como una cuenta atrás: tres, dos, uno y Doce. El centro de la cuestión es saber si el desfile de ropajes históricos o la izada eran pequeñas pruebas, piezas de acompañamiento, banderines de enganche para la población o, por el contrario, eran un adelanto de la filosofía, del modo de hacer que primará en una fecha destinada a ser la mayor y última excusa que la ciudad tiene para echarse un pulso y una carrera a sí misma.

Si esos momentos (las paradas de sábado y miércoles o el banderazo) eran simples amagos, pequeños avisos para desarrollar y anunciar mucho más, son positivos. Permiten sacar conclusiones, añadir, enriquecer o descartar. Pero si son un ejemplo de lo que vendrá, una parte del todo, una declaración de intenciones o una línea de actuación, muchos gaditanos tenemos derecho a preocuparnos. Si desde las administraciones públicas (no sólo el Ayuntamiento) se nos inyectó la idea de que 2012 es el momento de dar un brinco y sortear nuestra exasperante pachorra colectiva, estamos ahora en situación de mostrar fastidio al comprobar que la efeméride amaga con quedar en un salto de la rana.

Ya son decenas los artículos, firmados por personas de distintas edades y orientaciones, por periodistas o profesionales de otro ámbito, en medios audiovisuales o escritos, en los que se transmite un sentimiento de inquietud y desazón ante lo parado que está nuestro sueño (grande o pequeño) del Doce. Todo hace pensar que tantas frases similares transmiten sentimientos que sus autores recogen de la calle, de su entorno y su conciencia. Todo señala que es difícil que tanta gente se confunda al mismo tiempo, que casi todos quieran hacer daño, o tengan intereses políticos o empresariales. Faltan menos de cuatro años y los grandes proyectos están, todavía, sin definir sobre papel siquiera. Nadie sabe, a ciencia cierta cuándo, cómo y qué se hará en el Castillo de San Sebastián ni en el Oratorio, por no hablar del resto de infraestructuras urbanas, por no hablar de los contenidos de un programa cultural paralelo (del rock a la escultura) que se antoja fundamental en una cita de este corte.

Si esa sensación anticipada de retraso y fiasco es falsa, si todo va mejor de lo que parece, es que la Junta, la Diputación, el Ayuntamiento, el PSOE y el PP no saben explicarse, no convencen a nadie o nadie les escucha. Eso sería un problema, por lo ilusionante del proyecto. Si es cierto que todo está tan cogido con alfileres, por definir, que vamos tarde, que las ideas que se nos han mostrado y ocurrido son tan pobres como parecen, entonces, más que un problema, podemos estar ante una depresión colectiva severa.

Legítima quimera

Podrán enfadarse y ver fantasmas ideológicos los que defienden una bandera con un puño, una rosa o una gaviota; esos que están pendientes de saber cómo sale de todo esto su ego, su currículum o su carrera política, pero somos muchos los que creemos tener la legítima quimera de una ciudad. Decir que todo esto del Doce tiene una pinta regular y que es preciso acelerarlo todo, mejorar lo que se pueda, es una forma de participar (estamos abiertos a cualquier otra, si nos dejan).

Denunciarlo es un deber para el que diga querer la ciudad. Pretender callar las muchas bocas que hablan de indefinición y temores es traicionar la primera obligación que todo representante público tiene ante sus electores y vecinos. Va a ser difícil callar tantas quejas tratando de controlar medios de comunicación (algo que le gusta tanto a los partidos), ni haciendo mil mordazas con los jirones de la inmensa bandera.

Sería una inmensa alegría, dentro de cuatro años, tener que tragarse esta página entera sin el acompañamiento de un triste mendrugo y, antes del flato, pedir disculpas.