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TRIBUNA

Mondragón no es Ermua

Los seres humanos adornamos con ritos preconcebidos nuestros acontecimientos sociales. Las diversas confesiones religiosas tienen establecidas las ceremonias que les acompañan desde su nacimiento -el bautismo- hasta su muerte -el funeral-. Ritos que van con nosotros en los momentos más importantes de nuestras vidas y respecto de los cuales la sociedad observa atentamente el grado de su cumplimiento: ya no se trata de si aquella persona se comporta de manera más o menos religiosa -los tiempos han cambiado bastante en este sentido-, lo que no se le puede permitir a nadie es que sea asocial.

FERNANDO MAURA
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León Felipe decía que son los cuentos los que, incansables, acompañan a las personas. ¿Son los ritos unos cuentos? Es posible, siempre que carezcan de contenido: un matrimonio de conveniencia, por ejemplo, no es sino una impostación. Pero hay ritos que la sociedad crea prescindiendo de la confesión religiosa que corresponda. Se pretende que sean integradores y respetuosos de las convicciones personales de cada uno. En el País Vasco existe un elaborado rito que se refiere a los supuestos de atentados terroristas. Se sabe dónde se concentra uno y a qué hora desde que se conoce la noticia, se asiste a los servicios religiosos o a los oficios civiles y se convoca una gran manifestación que cierra el episodio. Los hay también para los aniversarios, en el caso de los muertos de partido, recordados por sus compañeros y simpatizantes con misas y/u ofrendas florales que congregan a un reducido público.

Son positivos los actos rituales, sin duda. Nos ofrecen un marco de seguridad en el que podemos ejercer nuestro derecho a la dignidad y al civismo. Pero no deben quedar carentes de un profundo sentimiento: el dolor; la rabia, a veces incontenible; la exigencia firme a los partidos para que actúen de una determinada manera...

Pero Mondragón no es Ermua, donde quienes llegábamos desde fuera para velar el cadáver de Miguel Ángel Blanco éramos sólo testigos de la noble ira -¿Dies irae?- de todo un pueblo. En Mondragón fuimos protagonistas los forasteros. Ocupamos el escenario de sus calles durante apenas un par de horas antes de abandonarlo. Nadie más pareció seguir nuestra marcha, no sonaban aplausos desde las ventanas, nadie arrojaba flores ni se sumaba a la comitiva. Se lo dije a la ministra de Fomento, que caminaba a mi lado durante un trecho de la manifestación. «Es tan diferente a otros casos», dijo asombrada.

Eso sí. Los vivos nos contamos a los vivos con delectación digna de mejor causa: ¿Dónde estará fulanita? ¿Has visto a Juanito? ¿No? Pues yo tampoco. Y nadie faltó, desde el lehendakari que caminaba maquinalmente sobre el empedrado de Mondragón, hasta el último de los militantes socialistas venidos de no se sabe dónde. Y el que no pudo llegar deberá justificar su ausencia por razones de fuerza mayor o disponer de certificado médico acreditativo del impedimento causante -allí estaba también nuestro doctor entre los doctores, el consejero de Sanidad-.

Mondragón no es Ermua. Mondragón vive gobernada por el terror de un Ayuntamiento dirigido por los compañeros de quienes descerrajaron los tiros sobre Isaías Carrasco, una lista limpia que dejara pasar el fiscal general por motivos de oportunidad política. Y las palabras suenan huecas y los compromisos parecen vacíos si no hay un calor humano que los envuelva, los invada y los impulse.

Desmontado el tinglado del artificio, algunos se fueron a los autobuses, otros se dirigieron a la casa del pueblo a tomar un refrigerio -aunque no sabían siquiera dónde estaba-. Yo tuve que esperar a la puerta del aparcamiento, de donde se escapaban tres docenas de coches oficiales que huían de la dictadura del miedo hacia espacios en que se disfruta de una mayor libertad. ¿Más libres que Mondragón? No es difícil encontrarlos.