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LA RAYUELA

Cerezos en flor

Ha llegado la primavera. Supongo que se habrán enterado, aunque sólo sea por lo pesado que se pone el Corte Inglés. Este año llega en plena semana de pasión, creando una extraña dicotomía entre el cuerpo y el espíritu, entre una naturaleza hecha savia que brota impetuosa con la fuerza ciega de todo lo que nace y su negación en la celebración de una Semana Santa atípica en la que las procesiones se han tenido que someter al ritmo caprichoso de las nubes para poder mostrar el esplendor barroco de la muerte.

MANUEL VERA BORJA
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Hay lugares privilegiados donde la primavera se convierte en una verdadera sinfonía para los sentidos, sitios donde la naturaleza se alía con el trabajo humano para conseguir representar la gran obra de la vida. Uno de ellos es el Valle de los Cerezos o del Jerte, un privilegiado territorio situado en la ladera sur del Sistema Central, el gran espinazo montañoso que vertebra España. En un pequeño valle escondido entre las provincias de Cáceres, Salamanca y Ávila, hombres y mujeres han modelado durante generaciones las tierras graníticas de esta sierra para convertirlas en bancales, que han sembrado de millares de cerezos. Así que, cuando llega la primavera, el valle se cubre de un manto blanco que compite con el de la nieve que por estas fechas aguanta en los neveros de los picos más altos de las montañas que cierran el valle por el puerto de Tornavacas.

Desde lo alto de Piornal, donde crecen piornos, escoberas, retamas, cantuesos o brezos, la estrecha carretera zigzaguea dentro de un enorme bosque donde apuntan las hojas nuevas de los robles, puro terciopelo rosa. En cada curva abierta sobre el valle, el blanco de los cerezos centellea llamando como un canto de sirenas de este mar vegetal. Dentro de los bancales se siente algo parecido a la pureza, entre el blanco de las flores y la nieve y el azul del cielo.

Pero está escrito que el paraíso es una utopía o, como menos, una ucronía; y por tanto, es casi imposible disfrutar de este espectáculo sin sentirse agredido por los miles de personas que estos días invaden carreteras y bancales en busca de un cerezo donde certificar que estuvieron allí. Pero no es eso lo que ha ensombrecido mi espíritu. Ha sido el recordar que a pocos kilómetros de este jardín de flores y lujuriosas picotas, en el Valle del Tiétar, se construyó hace años una central nuclear cuyas luces pueden verse desde aquí. La gente lo ha olvidado, pero algunos esforzados soñadores nos recuerdan con sus pintadas la exigencia de cerrar la central de Almaraz, en las proximidades del Parque Natural de Monfragüe.

Crece la sospecha de que quienes manejan la opinión pública pudieran estar interesados en que la verdad incómoda del cambio climático aparezca con más virulencia de la real para convertirla así en una nueva religión con la que abonar la coartada de una energía no contaminante como la nuclear. Una estrategia que consiste en venderla como un mal menor, ante la carestía del petróleo que las guerras preventivas han fomentado.

El desarrollo eólico y solar, los huertos solares, la energía mareomotriz etc, certifican que hay formas más inteligentes y menos peligrosas de resolver los retos energéticos. Entre los desafíos del Gobierno está el mantener el apagón nuclear, incluso en contra de sus socios europeos.