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ESPERA PARA COMER. Familias desplazadas aguardan su turno para recibir alimentos distribuidos por la Cruz Roja Internacional en un campamento. / EFE
MUNDO

El mismo futuro de exilio

Los refugiados y quienes ahora trabajan para las tropas estadounidenses están condenados a compartir miseria en uno de los países vecinos

MERCEDES GALLEGO
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Alí Abdul Hassan lo tiene tan claro que no pestañea al decirlo. «El día que se vayan los americanos, a mi hermano lo matan», sentencia. Como él hay muchos que sienten un escalofrío en la espina dorsal cada vez que oyen a Hillary Clinton o a Barack Obama prometer la retirada de las tropas en enero si ganan las elecciones. Son los aproximadamente 110.000 iraquíes que, según los cálculos del embajador, Ryan Crocker, trabajan para el Gobierno americano o los contratistas estadounidenses.

A medida que aumenta en Estados Unidos la presión para zanjar la guerra en Irak, una imagen grabada a fuego en la memoria del siglo XX recupera forma entre los norteamericanos un día la vieron por televisión. Es la de miles de vietnamitas trepando por las vallas de la Embajada estadounidense en Saigón para colgarse como fuese del último helicóptero que abandonaba el país. La mayoría de los que perdieron ese pasaje para salir del infierno fueron ejecutados o internados en campos de concentración.

El presidente, George W. Bush, ha jurado que Estados Unidos no volverá a ver esas imágenes en Irak, pero no tanto porque esté ocupándose de la seguridad de los llamados 'colaboracionistas', sino porque se niega a aceptar la retirada. Quienes sienten la inmediatez de la partida son los demócratas, especialmente el senador Ted Kennedy, que ha logrado introducir una ley para dar asilo gradualmente a los que su país ha dejado marcados con un blanco de tiro en la espalda.

Mohanad, el hermano de Alí, apodado Ángel por los estadounidenses, se vio atrapado en la 'zona verde' para siempre casi sin pensarlo. Cuando Washington decidió invadir Irak él creyó tener la buena fortuna de haberse graduado en Filología inglesa, por lo que pronto encontró un trabajo bien pagado como traductor del Ejército del Pentágono. Sin saberlo, cada vez que aparecía en televisión junto a uno de los mandos norteamericanos para traducir sus palabras cerraba una puerta más tras de sí. Pronto se dio cuenta de que no había marcha atrás. Si les dejaba, era hombre muerto. Y a medida que la violencia se volvió ciega en las calles, tuvo que dejar de ver a su familia para no ponerla en peligro. «A mi hermano le conoce todo el mundo», explica Alí. «Ha salido demasiadas veces en televisión».

Tan intensa ha sido su fusión con el Ejército invasor que ahora habla como un soldado de Texas, con el mismo acento espeso del sur, las coletillas americanas y una jerga de acronismos militares ininteligibles para cualquier civil, que se torna abruptamente sincera a la hora de enfrentar la realidad. «Tengo 29 años y sigo soltero. Hace cuatro años que no veo a mi madre o a mi hermano. Si los americanos no me llevan con ellos tendré que irme a Siria o Jordania».

Huir a Siria o Jordania

Esos dos países vecinos son los destinos principales de quienes huyen de Irak campo a través. A Damasco tuvo que huir también Ahmed Alí, que fue empleado como traductor por una televisión británica. «No saben distinguir entre trabajar para las tropas o trabajar para los medios de comunicación. Para ellos somos todos colaboracionistas», cuenta.

Se refiere a las milicias armadas de cada partido, infiltradas en el nuevo Ejército iraquí y los cuerpos de Policía. «Si te topas con ellos en un control y no les gustas por algo, te arrestan, te secuestran y te mandan a una cárcel oculta. Tu familia tendrá suerte si encuentra tu cuerpo».

La suya todavía no ha encontrado a su cuñado. Supo de su desaparición a través de una llamada anónima que recibió en el móvil. «Sabemos quien eres. Tenemos a tu cuñado», dijo la voz implacable. Él les preguntó si querían dinero, pero simplemente colgaron. De eso hace ya año y medio. Ni una llamada más.

Era el segundo mensaje marcado con sangre que recibía. El primero fue el cuerpo tiroteado del hijo de su casero, que le dejaron en el portal de la vivienda. «No sabía si me estaban mandando un mensaje a mí o se habían equivocado, pero me fui esa misma noche de la casa». A la siguiente misiva se marchó del país.

Llevaba cuatro años trabajando con la prensa extranjera, pero a sus vecinos les dijo que era taxista. Los colaboracionistas no pueden fiarse ni de sus propias familias. «Cuando empecé a ver cómo cambiaba la situación después del primer año le dije a todo el mundo que dejaba el trabajo de traductor y me metía a taxista».

De la noche a la mañana

Alí, otro graduado en inglés, con acento británico y discurso elocuente, no sabe explicar cómo se abrió la caja de Pandora en su país. «Hasta los 18 años ni siquiera sabía si yo era suní o chií. El día que lo descubrí también averigué que mi mejor amigo era chií. Yo vivía en un barrio chií y tenía amigos cristianos. No sabíamos ni lo que éramos hasta que cayó Sadam Hussein. De la noche a la mañana todo el mundo empezó a hablar de eso, tal vez lo provocó la invasión, tal vez las milicias, no lo sé».

Los que se han tenido que marchar huyendo de la limpieza étnica son ahora expatriados sin permiso de trabajo y visados temporales en los países vecinos. Tan sólo Siria y Jordania albergan entre ambos 2.25 millones de refugiados iraquíes, además de los 2.4 millones de desplazados dentro de Irak, en lo que supone ya la mayor crisis de refugiados de nuestro tiempo. Cada mes se suman a la tragedia 60.000 más. No viven bajo lonas en medio del desierto, sino entre la miseria de las ciudades. El 82% de los desplazados internos son mujeres y niños, según Human Rights First, porque el cabeza de familia suele aparecer en la morgue.

Al principio, Siria y Jordania les abrieron las puertas, pero no por ello les autorizaron a trabajar ni les proporcionaron el pan sobre la mesa. Detrás tenían que dejar el orgullo, la dignidad y las virtudes.

Las mujeres más jóvenes y desesperadas se han visto obligadas a cambiar el velo y la abaya por ropa ajustada para bailar en los clubs de streaptease de Damasco, donde las iraquíes baratas han convertido a la ciudad en la capital de la prostitución del golfo Pérsico, el nuevo destino sexual de la región.

Según la organización Women's Will, 50.000 mujeres iraquíes venden sus cuerpos en las noches de Damasco. La mayoría adolescentes entregadas por sus propias madres, que no tienen otro ingreso para mantener a la familia. En el menú es frecuente encontrar vírgenes. De allí si que no hay vuelta atrás, serían repudiadas por sus propias familias si lograran regresar a Irak.

Alí ha tenido suerte. Su trabajo en Damasco con las televisiones estadounidenses le puso en contacto con la organización PEN, que le ayudó a obtener asilo político en Estados Unidos. Todavía utiliza nombre falso y evita dar demasiados datos sobre su familia para no poner en peligro a los que dejó en Irak.

Mucha sangre

«Cuando retiren las tropas va a haber mucha sangre», vaticina. «Todo el que haya trabajado para una empresa extranjera está en peligro». Y eso le causa un angustioso conflicto. No quiere tropas invasores ocupando permanentemente su país, pero tampoco ver a los suyos desamparados en manos de las milicias, así que llega a una ambigua solución.